Ya pronta su partida, la Virgen María se acercó a José y le pidió que la bendijera como esposo que era. Su esposo le dijo: “Bendita sois entre todas las mujeres y escogida entre todas las criaturas. Los Ángeles y los hombres Os alaben, todas las generaciones conozcan, magnifiquen y engrandezcan vuestra dignidad” (Mística Ciudad de Dios, p. 576).
Luego san José se dirigió a Jesús e intentó ponerse de rodillas con profunda reverencia, pero Nuestro Señor lo tomó entre sus brazos para sostenerlo.
En ese momento, su padre adoptivo le dijo con solemnidad, “Señor mío y Dios altísimo, dad vuestra bendición eterna a vuestro esclavo y hechura de vuestras manos; perdonad, Rey piadosísimo, las culpas que como indigno he cometido en vuestro servicio y compañía.
Yo os confieso, engrandezco y con rendido corazón os doy eternamente gracias, porque entre los hombres me eligió Vuestra inefable dignación para esposo de vuestra verdadera Madre; vuestra grandeza y gloria misma sean mi agradecimiento por todas las eternidades”. (Mística Ciudad de Dios, p. 576)
Cuando san José terminó de decir esto, Jesús le dio la bendición y le dijo con gran amor:
“Padre mío, descansad en paz y en la gracia de mi Padre celestial y mía, y a mis profetas y santos, que os esperan en el limbo, daréis alegres nuevas de que se llega ya su redención” (Mística Ciudad de Dios, p. 577).
Y san José falleció en sus brazos.
¡No será muerte sino un dulce sueño para ti, alma mía, si al morir te asiste Jesús, y te recibe la Virgen María!
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