Jesús, no quiero abandonarte, antes bien, deseo dar testimonio de ti a los hombres. Quiero darte a conocer a quienes no han oído hablar de ti. Sé que no será fácil, porque el mundo odia los que te pertenecemos, pero “Tú has vencido al mundo”, y con esa confianza, quiero aventurarme en el anuncio de tu Persona. Catholic.net
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ACI prensa

La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. http://la-oracion.com

lunes, 29 de marzo de 2010

El Sufrimiento


Lecturas: 375
El sufrimiento es una realidad tan innegable como misteriosa. Entre las múltiples filosofías que se levantan cual vendavales ideológicos no faltan las que dan respuestas facilistas a la naturaleza pasible del hombre. Así, algunos elevan su voz proclamando el sufrimiento como consecuencia de “vidas pasadas” -¡como si tuviésemos que pagar por lo que otro “yo” hizo en el ayer!-, otros insisten en ver el dolor como una mera sugestión mental -¿le dirías a una mamá que acaba de perder su hijo que está “sugestionada” y que su dolor es “mental”?-; no faltan, tampoco, los que encuentran la raíz del sufrimiento en un dios perverso que goza con el sufrimiento de sus criaturas -¡estos no han entendido qué significa “Padre Nuestro…”!

En medio de este vaivén de ideas persiste la terrible realidad: el hombre sigue sufriendo. Entonces, como en todo, nos preguntamos por la causa del sufrimiento (¿por qué sufro?), y también por la finalidad del mismo (¿para qué sufro?) (Cfr. Salvifici Doloris 9). Un silencio llano lo enmudece todo… no encontraremos más que respuestas insatisfactorias en el profundo abismo de la incertidumbre. El hombre sincero clama con el salmista, buscando una respuesta: “Desde lo hondo, a ti grito, Señor” (Sal 130,1).
Dios, sin el cual nada podemos hacer (Jn 15,5) ni comprender, viene en nuestra ayuda. Da luz a este misterio. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... (Cristo) manifiesta plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et Spes 22). Así pues, desde el Antiguo Testamento Dios nos muestra la raíz del sufrimiento en el pecado, por el cual el hombre ha desordenado la creación.

El sufrimiento como consecuencia del pecado es una constante que atraviesa toda la vida del Antiguo Testamento: el pentateuco, los profetas, los salmos, etc. Sin embargo, el problema no queda completamente resuelto: ¿Por qué el hombre justo también sufre? Es la pregunta que recorre todo el libro de Job. Ciertamente el pecado ha afectado toda la creación y sus nefastas consecuencias golpean incluso al justo, al santo.
Dios, entonces, envía su respuesta definitiva: Cristo. Él “pasó obrando el bien” (Hec 10,38) y sin embargo sufrió como nadie. “En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano.” (Salvifici Doloris 16). Sufrió y estuvo cerca de los que sufren. Pero su sufrimiento nos trajo la Redención. En Cristo el sufrimiento toma un nuevo sentido: es redentor. Cristo quiso cargar con la consecuencia del pecado y morir para que fuésemos limpiados de este. Con su sufrimiento nos vino a liberar de un sufrimiento mayor, el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. (Cfr. Salvifici Doloris 14).

Así pues, viene a mostrar al hombre que mientras estemos en el mundo no es posible vivir sin sufrimientos, sin embargo, él está para consolarnos: “venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo les aliviaré” (Mt 11,28). El ser capaz de sufrir por su amor se convierte en condición sine qua non, es decir, en condición indispensable para su verdadero seguimiento (Mt 16,24); nos llama, como buenos samaritanos, a aliviar el dolor del hermano necesitado (Lc 10,25-37) y nos ofrece el fin definitivo del sufrimiento como promesa de bienaventuranza (Mt 5,1-12).

Que podamos decir con San Pablo “completo lo que en mi carne falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col. 1,24), y así, unidos en Cristo en un solo amor y abrazados de La Dolorosa podamos gritar a los hermanos que sufren: ¡Nadie como Dios! ¡Nadie como él te puede entender! ¡Nadie como Dios te puede ayudar!
Que la gracia de Dios sea con ustedes,
Wilson Tamayo, Misionero LAM (Medellín).

http://www.lazosdeamormariano.net

jueves, 25 de marzo de 2010

Mensaje de confianza




Se regocija incluso con la privación de socorros humanos

No desanimarse cuando se disipa el espejismo de las esperanzas humanas. No contar sino con el auxilio del Cielo, ¿no es ya una altísima virtud?

El vigor de la verdadera confianza vuela, sin embargo, hacia regiones aún más sublimes. A ellas llega por una especie de elevado refinamiento en el heroísmo; alcanza, entonces, el grado más alto de su perfección.

Ese grado consiste en que el alma se regocije cuando se ve abandonada de todo apoyo humano, abandonada de sus parientes, de sus amigos y de todas las criaturas que no quieren o no pueden socorrerla; que no pueden darle consejo ni servirle con su talento o su crédito; cuando le faltan todos los medios de ser auxiliada. ¡Qué sabiduría profunda demuestra semejante alegría en circunstancias tan crueles!

Para poder entonar el cántico del Aleluya bajo golpes que, naturalmente, deberían quebrantar nuestro coraje, es preciso conocer a fondo el Corazón de Nuestro Señor; es preciso creer ciegamente en su piedad misericordiosa y en su bondad omnipotente; es preciso tener la absoluta seguridad de que Él escoge, para sus intervenciones, la hora de las situaciones desesperadas.

Después de convertido, San Francisco de Asís despreció los sueños de gloria que antes lo habían deslumbrado. Huía de las reuniones mundanas, se retiraba a los bosques para, allí, entregarse largamente a la oración; daba limosnas generosamente. Este cambio desagradó a su padre, que arrastró a su hijo a la autoridad diocesana, acusándole de disipar los bienes. Entonces, en presencia del obispo maravillado, Francisco renuncia a la herencia paterna; deja incluso la ropa que le venía de familia; se despoja de todo. Y vibrando de una felicidad sobrehumana, exclama: “¡Oh, Dios mío! ¡Ahora sí podré llamaros con más verdad que nunca: Padre nuestro que estás en los Cielos!”

He aquí cómo actúan los santos.

Almas heridas por el infortunio, no murmuren en el abandono universal al que se encuentren reducidas. Dios no les pide una alegría sensible, imposible a nuestra debilidad. Solamente, reanimen su Fe, tengan valor y, según la expresión usada por San Francisco de Sales, “en la fin a punta del espíritu”, esfuércense por tener alegría.

La Providencia acaba de darles la señal cierta por la cual se conoce su hora: Ella les privó de todo apoyo. Es el momento de resistir a la inquietud de la naturaleza. Han llegado al punto del oficio interior en que se debe cantar el Magníficat y quemar el incienso. “¡Alegraos siempre en el Señor! De nuevo os digo, ¡alegraos! ¡El Señor está próximo!” (Filip 4, 4-5).

Sigan este consejo y se encontrarán bien. Si el Divino Maestro no se dejase tocar con tan grande confianza, no sería Aquel que los Evangelios nos muestran tan compasivo, Aquel a quien la visión de nuestros sufrimientos sacudía con dolorosa emoción.

Nuestro Señor decía a un alma privilegiada: “Si soy bueno para todos, soy muy bueno para los que confían en mí. ¿Sabes cuáles son las almas que más aprovechan mi bondad? Son las que más esperan. ¡Las almas que confían roban mis gracias!”.

De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Laurent
http://www.devocion esypromesas. com.ar

lunes, 22 de marzo de 2010

Si no creéis que yo soy...


I.«Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados».

Jesús, para seguir tu camino, necesito creer que realmente eres Dios. Tu camino es esforzado, cuesta arriba; pero sé que, cuando lo sigo, encuentro la felicidad que busco, porque vivir cristianamente es la mejor forma de vivir: la manera recomendada por el «fabricante», por Ti, que eres mi Dios y mi Creador «¿Tú quién eres? Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy.» Levantado o colgado significaba crucificado.

Jesús, les estás diciendo que sólo en la Cruz pueden entender quién eres. Y es que tu vida no se entiende sin tu misión redentora que culmina en la Cruz: has venido para «dar tu vida en redención por muchos» (Mateo 20,28). «Entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo».

Jesús, tu obediencia a la voluntad del Padre -obediencia hasta la muerte y muerte de Cruz-, es una prueba de que Tú eres su enviado. No estás buscando tu lucimiento personal, ni una recompensa terrena. «Yo no soy de este mundo. He bajado del Cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquél que me ha enviado» (Juan 6,38).


II. «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. -Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada» (Camino.-758).

Jesús, seguirte a Ti no es un camino fácil: no coincide siempre con lo que me apetece hacer, ni siquiera con lo que humanamente parece que sea lo mejor A veces cuesta aceptar rendidamente tu voluntad. A Ti te costó sangre decir: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lucas 22,42) Pero también es cierto -lo sé por experiencia- que la aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. Aún más, la capacidad de sacrificio es la medida de la capacidad del amor y de la felicidad. «Quien le amare mucho verá que puede padecer mucho por Él; el que le amare poco, poco.

Tengo yo para mí que la medida de poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor» (Santa Teresa). «El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada.» Esta es la razón profunda de la alegría cristiana: Dios no me deja solo, porque yo estoy buscando hacer su voluntad, porque me intento comportar en todo momento como un hijo fiel. Dios es mi Padre, y está siempre pendiente de mí.

Comentario realizado por Pablo Cardona.
Fuente: Una Cita con Dios, Tomo VI, EUNSA
www.encuentro.com

viernes, 19 de marzo de 2010

Un momento de silencio... como San José




Solemnidad de San José. Es en el silencio donde se escucha la voz de Dios pues bien dicen que "Dios habla quedito"

Así como hay dolor y alegría, así como hay inquietud y paz; así el hombre tiene en su vida dos cauces por donde transcurre su existencia: La palabra y el silencio.

La palabra, del latín parábola, es la facultad natural de hablar. Solo el hombre disfruta de la palabra. La palabra expresa las ideas que llevamos en nuestra mente y es el mejor conducto para decir lo que sentimos. Hablar es expresar el pensamiento por medio de palabras. Es algo que hacemos momento tras momento y no nos damos cuenta de que es un constante milagro. Hablar, decir lo que sentimos, comunicar todos nuestros anhelos y esperanzas o poder descargar nuestro corazón atribulado, cuando las penas nos alcanzan, a los que nos escuchan.

Nuestra era es la era de la comunicación y de la información. Pero la palabra tiene también su parte contraria: El silencio.

Nuestro vivir transcurre entre estos cauces: la palabra y el silencio. O hablamos o estamos en silencio.

Cuando hablamos "a voces" la fuerza se nos va por la boca... hablamos y hablamos y muchas veces nos arrepentimos de haber hablado tanto... Sin embargo el hablar es algo muy hermoso que nos hace sentir vivos, animosos y nos gusta que nos escuchen.

El silencio es un tesoro de infinito valor. Cuando estamos en silencio somos más auténticos, somos lo que somos realmente
.

El silencio es algo vital en nuestra existencia para encontrarnos con nosotros mismos. Es poder darle forma y respuesta a las preguntas que van amalgamando nuestro vivir. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Y va a ser en ese silencio donde vamos a encontrar las respuestas, no en el bullicio, en el ajetreo, en el nerviosismo, la música ruidosa, en el "acelere" de la vida inquieta y conflictiva porque es en el silencio y por el silencio donde se escucha la voz de Dios pues bien dicen que "Dios habla quedito"


Meditando en estas cosas pienso en José el carpintero de Nazaret. El hombre a quien se le encomendó la protección y el cuidado de los personajes más grandes de la Historia Sagrada y no nos dejó el recuerdo de una sola palabra suya. Nada nos dijo pero con su ejemplo nos lo dijo todo. Más que el más brillante de los discursos fue su testimonio callado y lleno de amor.

San José, el santo que le dicen: "Abogado de la buena muerte". Porque... ¿A quién no le gustaría morir entre los brazos de Jesús y de María como él murió?

José tuvo una entrega total. Una vida consagrada al trabajo, un desvelo, un cuidado amoroso para estos dos seres que estaban bajo su tutela y supo, como cualquier hombre bueno y padre de familia, del sudor en la frente y el cansancio en las largas jornadas en su taller de carpintería y supo del dolor en el exilio de una tierra extranjera y supo en sus noches calladas y de vigilia del orar a Dios mirando el suave dormir de Jesús y de María, pidiendo fuerzas para cuidar y proteger a aquellos amadísimos seres que tan confiadamente se le entregaban. No tuvo que hablar.

No hay palabras que superen ese silencio de amor y cumplimiento del deber. Ahí está todo. Ahí está Dios. En las pequeñas cosas de todos los días, en la humildad del trabajo cotidiano.

El no fue poderoso, él no tuvo un puesto importante en el Sanedrín, él... supo cumplir su misión y su silencio fue su mayor grandeza.

Las almas grandes no lo van gritando por las plazas y caminos, se quedan en silencio para poder hablar con Dios y Dios sonríe cuando las mira.

Que podamos tener cada día, aunque sean cinco minutos de silencio, para oír la voz de Dios.

Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net

martes, 16 de marzo de 2010

Déjate sorprender



Mientras el mal siga siendo noticia, significa que el bien es lo normal, lo propio de nuestro mundo.


Dice Martín Descalzo que la primera manifestación de la vejez es la pérdida de la capacidad de sorprenderse. Los niños son un gran ejemplo de esa sencillez de alma que les permite alegrarse la vida con las pequeñas maravillas de cada día.

Con el paso del tiempo, el hombre tiende a acostumbrarse a muchos aspectos de su vida. Incluso en ocasiones puede habituarse a contemplar el mal: las constantes víctimas del conflicto bélico de Oriente Medio, imágenes de niños desnutridos en África, escándalos de violencia familiar, altos niveles de drogadicción juvenil o un elevado número de suicidios.

A veces parece que el mal supera con creces al bien. Sin embargo, el bien existe, es una realidad palpable y abundante. Aunque éste no llame la atención, no busque los aplausos o no logre un puesto relevante en los medios de comunicación, existe y debe ser reconocido.

Es posible que el hombre esté perdiendo la capacidad de sorprenderse y de valorar aquellas “extraordinarias cosas ordinarias” que cada día pasan desapercibidas a causa de la costumbre.

Rabindranath Tagore dice que: “si lloramos por la puesta del sol, las lágrimas nos impedirán ver las estrellas”. Y de hecho en nuestra vida existen esas estrellas, esas abundantes maravillas que a veces no logramos descubrir.

Nos lamentamos de los casos en los que los padres maltratan a sus hijos y olvidamos que millones de padres en el mundo se esfuerzan con amor en su trabajo para que no les falte nada. Pensamos en las mujeres infieles o que abortan y olvidamos las millones de sonrisas de tantas madres que esperan a sus esposos en casa con un plato de comida caliente.

Resaltamos la indiferencia de muchos jóvenes ante el mal del mundo y olvidamos que existen miles de misioneros y religiosas jóvenes dando la vida por los pobres y por los enfermos. Acusamos a un sacerdote que se equivoca y olvidamos que hay miles en el mundo que predican altos valores humanos y cristianos.

Aunque el mal haga más ruido, el bien, como la hierba, crece en el silencio de la noche. Mientras el mal siga siendo noticia, significa que el bien es lo normal, lo propio de nuestro mundo.


No se trata de buscar acontecimientos espectaculares en la historia, sino más bien de lograr una mirada justa, equilibrada. No es un optimismo exagerado que oculta lo malo que sucede, es más bien el análisis objetivo de lo que ocurre a nuestro alrededor. Es no dejarnos engañar por lo que se nos vende en abundancia y no darle el valor de absoluto a lo que no lo tiene.

“Si tenemos que vivir con los pies en el lodo, nadie nos impedirá elevar nuestra mirada hacia el cielo”, decía el mismo Martín Descalzo. No se debe olvidar el mal, ni dejar de luchar por cambiarlo. No obstante, se debe dejar a lo bello ser bello sin nublar las maravillosas obras humanas que nos rodean. Así nuestros días no serán simples eslabones de una interminable cadena llamada rutina.

Cuando se observa el mundo con objetividad, se descubre todo lo bueno que existe y a través de ello se llega al amor de Dios. Un Dios que se sigue manifestando a través de millones de personas en el mundo y que quiere ser reconocido para alegrar la vida del hombre en medio de las dificultades.

¡Vence el mal con el bien!


Autor: Víctor Alejandro Ramírez, L.C. |http://es.catholic.net/virtudesyvalores

lunes, 15 de marzo de 2010

Con sabor cristiano


La fuerza de la fe en Cristo lleva a un mayor compromiso


Para algunos promotores de opinión, hay que excluir en las leyes y en los laboratorios cualquier criterio ético que tenga sabor a cristiano. Nos dicen que vivimos en una sociedad pluralista, por lo que la religión no debería tener ninguna palabra a la hora de discutir normas que ayuden a regular la vida pública, pues hay muchas personas que no tienen ninguna fe.

Con estos argumentos se quiere silenciar, por ejemplo, a los que se oponen al aborto, como si ir contra la supresión de una vida humana fuese idéntico a imponer a la sociedad que respete una idea cristiana. Lo mismo se dice en las discusiones sobre la reproducción artificial, sobre la experimentación con embriones, sobre la clonación o sobre la eutanasia.

¿Por qué se relega fuera de los temas éticos, sociales y científicos todo lo que huela a cristiano? Por un motivo muy sencillo: porque se cree que el cristianismo alteraría la naturaleza de la verdadera política y de la ciencia.

La suposición anterior, sin embargo, va contra una premisa que deberían acoger la ciencia y la política: la necesidad de vivir abiertos a todos los puntos de vistas, la búsqueda de fundamentos válidos sobre los que pueda descansar el respeto que permite una auténtica convivencia humana.

Cuando un científico, por ejemplo, no quiere escuchar nada sobre la dignidad de los embriones, se está cerrando a un aspecto de la experiencia, está actuando en contra del respeto de las reglas del método científico, y, muchas veces, se niega incluso a pensar según lo que es propio de la verdadera biología.

La ciencia verdadera es algo sumamente abierto. El científico quiere conocer la realidad. Por lo mismo, no puede excluir ningún dato, ningún elemento, ninguna posible experiencia del pasado o del presente que pueda servir para elaborar una teoría científica.

Excluir a priori un punto de vista, un dato del pasado o del presente, significa actuar de modo acientífico. En este sentido, la Iglesia es un ejemplo de apertura a la ciencia, es un modelo de racionalidad.

Desde su fe en Cristo, la Iglesia ha descubierto la dignidad de cada ser humano y se ha mantenido abierta al progreso de la investigación humana. Muchos científicos han sido grandes creyentes. Podemos recordar nombres como Copérnico, Galileo, Pasteur, Mendel, Lemaître. Su fe no sólo no era un obstáculo para investigar, sino que muchas veces era un aliciente para conquistar nuevas metas y poner al servicio de la humanidad descubrimientos que podrían beneficiar a muchos.

También, es cierto, ha habido católicos que no han vivido de ese modo abierto, cordial, científico. Galileo, por ejemplo, que era un profundo creyente, se cerró en sus ideas y no fue capaz de considerar seriamente la teoría de Kepler (más correcta que la suya) respecto a las órbitas de los planetas. Algunos enemigos de Galileo, también creyentes, se aferraron a algunos datos del pasado para criticar las teorías que la ciencia estaba elaborando a partir de los nuevos descubrimientos.

La Iglesia, en cuanto “experta en humanidad”, está llamada a escuchar, acoger, reunir y dialogar con científicos de todas las tendencias y de todos los planteamientos. ¿Por qué, entonces, se margina o excluye en algunos laboratorios y grupos de investigadores a cualquier persona que actúe e integre en su trabajo su fe profunda en Cristo muerto y resucitado?

Lo mismo vale para la política en cuanto destinada a buscar y promover el bien común. Una política que excluya cualquier idea procedente del cristianismo sería una antipolítica, pues dejaría de lado las opiniones y energías de amplios grupos de personas que han acogido una noticia fundamental para la vida de todos los seres humanos: la muerte y resurrección de Cristo. Una noticia que ha revolucionado la historia del planeta y que puede dar una riqueza y un dinamismo especial a la vida social de aquellos pueblos que sean, realmente, abiertos y tolerantes.

Pero, al lado de estas observaciones iniciales, hay que hacer una consideración más profunda. Cuando un católico (o un creyente de otras religiones) va contra la esclavitud, el aborto o la eutanasia, no defiende que se imponga a la sociedad una norma que depende sólo de su visión religiosa. Lo único que hace es pedir que se respete el derecho a la vida y a la libertad de los seres humanos. Este derecho es tan importante que, sobre el mismo, se construye toda la vida social. Un estado que admite la eliminación de algunos hombres por parte de otros (como ocurre en el aborto o la eutanasia) ha legalizado la barbarie, ha destruido los mismos fundamentos de la vida democrática: es un antiestado...

En cierto sentido, la defensa del valor de la vida por parte de los cristianos nace de su conciencia de ser miembros vivos de la sociedad, células activas que no pueden ser indiferentes ante la injusticia. Por eso un político cristiano tendrá que trabajar por la disminución de los accidentes de trabajo, por la remuneración equitativa de los trabajadores (sean jóvenes o adultos, hombres o mujeres), por la prohibición de sustancias tóxicas. ¿Es justo impedir que un cristiano pueda defender estos aspectos de simple y clara justicia humana? Por lo mismo, también pedirá que no se destruya o aborte a los embriones o fetos con defectos, o que no se deje morir de hambre a los niños no deseados por sus padres.

La fuerza de la fe en Cristo lleva a un mayor compromiso en la defensa de los derechos humanos de todos los hombres y mujeres del planeta. El no creyente podrá defender esos mismos derechos por un sentimiento de justicia natural. El creyente lo hará, además, impulsado por la caridad cristiana. No es una limitación, sino un enriquecimiento de la vida social.

Excluir a los cristianos de la vida pública es perder una riqueza enorme para el dinamismo de una sociedad. Acoger sus aportaciones permite construir sociedades verdaderamente justas, humanas, abiertas.

Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

martes, 9 de marzo de 2010

EMPAPARSE DE AMOR



Con el verbo amar sucede como aquél que pretende hacer un hoyo. Nunca alcanzará el objetivo si no cava; y cuanto más cava, más profundo es el hoyo.

Pretenden hacernos creer que el hombre está solo y, como dice Mafalda, “algún zanahoria nos ha perdido los planos”. Cierto que el hombre está inquieto. Y busca. Pero no está solo. El argumento de su existencia tiene guionista: Dios. Los que colocan y retiran el decorado, la ambientación, la música... es la familia. Y en la familia se descarga, se filtra y se recompone todo aquello que nos daña.


REDEFINIR LA FAMILIA

En este artículo no descubro ningún secreto. Todo está dicho y escrito. No obstante, hay un hecho diferencial entre lo que podríamos decir y escribir antes y después de la estancia del Santo Padre en Valencia. El Papa ha redefinido la familia. Redefinir no es modificar los fundamentos; no es reinventar. Es ir arrancando las capas hasta llegar al corazón, a lo que le da sentido. Y de nuevo el telón de fondo es el AMOR.

“Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en su vida social, en el ejercicio de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios”.

El Papa insiste: “La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a DAR Y RECIBIR AMOR”


LECCIÓN DE GRAMÁTICA

Hace un tiempo me prestaron Los siete hábitos de la gente altamente efectiva de Stephen Covey. Transcribo una cita “interesante”. Probablemente los sufridos profesores de lengua sonreirán recordando una pregunta clásica: “Profe: ¿y esto para qué sirve?”. Y respirarán aliviados al comprobar que sus esfuerzos sí sirven; en este caso para algo que se confunde con frecuencia: distinguir la acción del sentimiento; el verbo “amar” del sustantivo “amor”.

- A mi esposa y a mí ya no nos unen los antiguos sentimientos.

Supongo que ya no la amo y que ella no me ama a mí. ¿Qué puedo hacer?

-¿Ya no sienten nada el uno por el otro?- pregunté.

-Así es. Y tenemos tres hijos que realmente nos preocupan. ¿Usted qué sugiere?.

-Ámela.

-No me entiende. El amor ha desaparecido.

-Entonces ámela. Si el sentimiento ha desaparecido, ésa es una buena razón para amarla.

-Pero, ¿cómo amar cuando uno no ama?.

-Amar, querido amigo, es un verbo. El amor –el sentimiento- es el fruto de amar, el verbo. De modo que ámela. Sírvala. Sacrifíquese por ella. Escúchela. Comparta sus sentimientos. Apréciela. Apóyela. ¿Está dispuesto a hacerlo?.

“Amar, querido amigo, es un verbo”. Un verbo que engloba acciones amatorias. Necesita tiempo y se consolida en el tiempo. Su dinamismo radica en “hacer” con otros verbos: aceptar al otro tal como es; escuchar al otro aunque sepamos de antemano lo que nos va a contar porque él es feliz contándolo de nuevo; sorprender al otro con lo que menos se espera... ovolver a sorprendernos aunque aquello era de lo más previsible; ceder en asuntos que no tienen importancia y no hacemos notar que ¡otra vez hemos cedido!; empatizar, ponerse en el lugar del otro, ver con los ojos del otro....

Con el verbo amar sucede como aquél que pretende hacer un hoyo. Nunca alcanzará el objetivo si no cava; y cuanto más cava, más profundo es el hoyo. El hoyo es el fruto que se obtiene tras horas de esfuerzo con el pico y la pala. Si no cavas, no hay hoyo. Si no amas, no hay amor. Pero si detectamos que el amor agoniza, volviendo a amar podemos reanimarlo y recuperarlo.

TIEMPO PARA AMAR

“La experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de dignidad de hijos.” (Discurso del Papa en la Vigilia del V EMF)

Estudiosos de la comunicación lo confirman. Cuando nos comunicamos verbalmente, informamos en un 55% con el cuerpo, en un 38% con el tono de nuestra voz y ¡en un 7%!” con el contenido del mensaje. Hay una diferencia abismal entre lo que aprendemos con lo que vemos y con lo que escuchamos.

“La experiencia de ser amados”. Quedar tocados por el amor para ser capaces de amar. Los gestos de aprecio, los brazos que arropan porque aquello no sucederá más o porque ha sido fantástico que haya sucedido, la sonrisa, el tono cálido de nuestra voz... impregnan la atmósfera del hogar y de los miembros que conviven en ese entorno positivo.

La calidad de lo que transmitimos con nuestra presencia amorosa funciona como la niebla. Al principio apenas se percibe, pero al cabo de unas horas penetra en nuestro cuerpo hasta empaparnos. El Amor, el Bien, la Bondad, la Belleza, la Justicia... se aprende por “empape” continuado. Es la suma de las cosas menudas que conforman nuestro hogar lo que cala en nuestros hijos hasta los tuétanos del alma y los prepara para “los desafíos de la sociedad actual”. Una suma que hace indispensable nuestra presencia.

Quizá por ahí habría que tirar del hilo. Pienso en esas agendas tan completas y estrujadas que no cabe nada más. Y llegar a casa es más parecido a un aterrizaje forzoso que ese momento de encuentro con nuestro cónyuge y nuestros hijos. Cierto que lo más importante es la calidad de nuestras relaciones interpersonales. Pero, ¿hay calidad sin tiempo? ¿Pueden nuestros hijos empaparse de nuestro empeño por encontrar unos ratos de intimidad con Dios, para hacerles partícipes de lo que da sentido a nuestra existencia, para observar los detalles de afecto entre sus padres, para detectar el esfuerzo de atender a un amigo que necesita nuestro consuelo, para respirar buenos sentimientos y afectos duraderos ... si apenas nos ven? La pregunta es retórica; sólo cabe una respuesta.

...Y ESPACIOS DE AMOR

La catedrática Petra María Pérez ha promovido un estudio en el que se concluye que “vamos hacia un modelo de familia individualista. Es una familia donde se comparten cada vez menos espacios comunes. De ahí que tantos adolescentes tengan televisión propia en su cuarto o Internet (...) Estamos perdiendo muchos valores comunitarios, sobre todo en las sociedades urbanas”.

Alejandra Vallejo Nágera explica las consecuencias: «Los adolescentes tienen ahora muchísimas oportunidades. Este exceso de posibilidades hace que se sientan, en ocasiones, francamente perdidos. También, que pierdan el afán de conquista. Logran sus objetivos tan fácilmente que no valoran el esfuerzo». Y llega el hastío, que ellos compensan a su manera. «Los jóvenes tienen las cosas tan al alcance de su mano que están en permanente búsqueda de algo que les inquiete; en definitiva, de sensaciones fuertes. Desgraciadamente, las encuentran a través de unos métodos que no son precisamente beneficiosos para su salud mental y física. Esa sensación fuerte de valía propia, fruto de un esfuerzo, se ha difuminado por el exceso de medios que nuestros hijos tienen ahora a su favor».

Nuestro adolescente está físicamente en la habitación de al lado, pero instalado en un mundo ficticio. Y el muro es cada vez más grueso e impenetrable. Nos lo cruzamos por casa y nos invade la sensación de que nos hemos cruzado con un extraño. Si habla, lo hace con monosílabos. Si se nos ocurre preguntar, contesta : “no me ralles”.

¿Cómo podemos llenar este vacío? Sin duda, retomando lo que la rutina –o la desidia- ha ido restando terreno: la vida de familia. Recuperar el sentido de las zonas comunes, las comidas comunes, los juegos comunes, ¡los ordenadores comunes en lugares comunes! Conversar... discutir.... incluso pelearnos..., pero juntos. Recuperar el sentido del hogar para que la familia sea, como insiste el Santo Padre, “una escuela de humanización del hombre para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre”.
Resulta bastante más cansado; implica ponerse de acuerdo en un programa de televisión, hacer cola para jugar a la consola, debatir si mañana elegimos esta ruta o esta otra para ir de excursión. Pero el calado humano de los hijos suele guardar relación con el tiempo y el esfuerzo que invierten los padres para que los hijos salgan de su caparazón y aprendan a ceder, comprender, compartir.

NADA SIN AMOR

Hasta ahí unas cuantas ideas que pueden ayudar ... o no. Depende. Si falta el amor son piezas sueltas sin manual de instrucciones.
Recuerdo una sesión de Orientación Familiar. Un padre formuló una pregunta. Quería saber cómo debía actuar cuando su hijo se negaba a tomarse la sopa. Vicki –una moderadora con un atractivo acento americano- nos rompió los esquemas con su respuesta: “No exijas nada que no puedas hacerlo con una sonrisa”.

Vicki vino a decirnos que la educación de nuestros hijos, si no se asienta en el cariño, es una mecha que no prende. Sin amor una familia es un cuartel, los esposos simples compañeros de viaje, los hijos masas amorfas que hay que moldear según un programa previsto... Sin amor no educamos; imponemos o los dejamos actuar a su antojo. Cuando no nos empuja el amor no formamos la conciencia; dictamos normas que jamás interiorizarán porque pueden llegar a la cabeza pero no al corazón. Sin amor, los errores no tienen billete de ida y vuelta. Sin amor no hay familia; como mucho, un grupo de individuos que comparten el mismo techo.

Tiempo para amar... ¿Es posible amar si una familia es un hostal donde se come, se duerme y poca cosa más? ¿Hay tiempo para el amor si no hay tiempo para escucharnos, para descubrir las carencias de los que conviven a diario con nosotros, para reírnos a gusto –de nosotros mismos si es necesario-, para llorar... que es muy duro llorar solo? No hay tiempo cuando nos dejamos arrastrar por la vorágine del tiempo auque lo empleemos en causas nobles. ¡Primero es la familia!

Un día anoté esta frase lapidaria: “Subes tanto, amigo, y tan aprisa que sospecho ... que vas muy vacío”. Es una buena reflexión. ¡Qué peligrosa es la prisa! Posiblemente es ella la causa de que muchas familias se hayan convertido en el punto de salida de viajes radiales donde las personas sólo se apean para repostar. Inevitablemente, el ser humano es limitado y está sujeto a las coordenadas del espacio y del tiempo. En la familia esta realidad se traduce en presencia real, afectiva y efectiva, entre los esposos y los hijos.

El Santo Padre nos interpela, quizá para que nos preguntemos cómo andamos de amor. “Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero”.


Por Sunsi Estil-les Farré *
Arvo Net, 9.03.1010
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