Jesús, no quiero abandonarte, antes bien, deseo dar testimonio de ti a los hombres. Quiero darte a conocer a quienes no han oído hablar de ti. Sé que no será fácil, porque el mundo odia los que te pertenecemos, pero “Tú has vencido al mundo”, y con esa confianza, quiero aventurarme en el anuncio de tu Persona. Catholic.net
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ACI prensa

La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. http://la-oracion.com

jueves, 29 de junio de 2017

Comunión eucarística frecuente.





Ya ha dicho el Señor en el Evangelio que quien no come su carne y bebe su sangre no tendrá vida eterna. Y por eso la Santa Madre Iglesia nos manda confesar y comulgar al menos una vez al año. 

Pero eso es lo mínimo que debemos hacer. Y si queremos estar seguros de nuestro destino eterno, no podemos conformarnos con eso, porque aquí sucede como cuando se dispara un proyectil, hay que apuntar más alto del blanco para que la trayectoria de la bala, que va en caída, dé en el objetivo. Así también sucede en la vida espiritual, hay que apuntar bien alto, para que al menos alcancemos lo más alto que podamos. Si apuntamos al Cielo, llegaremos al Cielo o cuanto menos al Purgatorio. Pero si apuntamos al Purgatorio, podemos caer en el Infierno. 

Y la Comunión frecuente, de ser posible diaria, nos va fortaleciendo para que alcancemos el Cielo. Porque la Eucaristía nos perdona los pecados veniales y como que nos inmuniza para no caer en pecado mortal. 

Cada vez que comulgamos nos vamos haciendo otros Jesús y el Padre celestial nos mira cada vez más complacido porque ve en nosotros a su propio Hijo. 

Si nos decidimos a comulgar más frecuentemente y no solo los domingos, entonces tenemos que saber que el demonio hará lo imposible para que cambiemos de idea y tratará de hacernos desanimar, poniendo multitud de pretextos y falsas razones. Incluso nos dirá que somos indignos de recibir al Señor tantas veces, etc., etc. No le hagamos caso y sigamos con el propósito de comulgar todos los días, porque la Eucaristía es un remedio para todos los males, y es el maná divino que nos alimenta en el camino del desierto que es esta vida terrena. 

Si supiéramos todo lo que recibimos en una Comunión bien hecha, recorreríamos cielo y tierra para acercarnos a la Mesa del Altar y recibir la Eucaristía. 

Antes no se podía comulgar seguido sino que solo se permitía comulgar de vez en cuando. Pero cuando el mal va mostrando más sus garras, también el Señor va dando más medios para defendernos, y un medio que ha dado es este de la Comunión frecuente, ya que ahora se puede comulgar incluso dos veces en el mismo día, si se ha oído por lo menos una misa. 

No desaprovechemos este Don que nos ha hecho Jesús. 

¿Pensamos que cuando el Señor instituyó la Eucaristía, el Evangelista nos dice: “Los amó hasta el extremo”? ¿Y qué es este extremo? Simplemente quiere decir que Jesús, con la institución de la Eucaristía, no podía amarnos más de lo que lo hizo. Es decir que el Santísimo Sacramento es el milagro más grande que pudo realizar Dios, y Dios con todo su poder, no pudo hacer un milagro más grande. ¡Enmudezca aquí toda lengua!


miércoles, 28 de junio de 2017

Pruebas.

"Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.
 
Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
 
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo.

Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba."

(De “El misterio del más allá”. Royo Marín)




martes, 27 de junio de 2017

Ayudas materiales.




Dios nos da ayudas materiales para que le demos gracias y nos convirtamos, pues cuando uno recibe un don, casi espontáneamente alaba a Dios. 

También Jesús en el Evangelio prodigaba milagros y signos, para que los que eran favorecidos por ellos, y también los que estaban relacionados con el beneficiado, dieran gracias a Dios y tuvieran más energía para empezar a caminar por el buen camino, o retomarlo si lo habían dejado.
Ahora Dios nos da también milagros y signos, nos provee de cosas materiales y permite que obtengamos logros, ya sea en el trabajo, en el estudio, en la familia, en lo económico, en la salud, en el deporte, etc., y todas son muestras del amor que Dios nos tiene.
Ojalá que esos dones que recibimos no sean nunca causa de alejarnos de Dios. Efectivamente a veces estamos tan llenos de salud, que nos olvidamos que es Dios el que nos da esa salud, y no pocas veces derrochamos ese don, o lo que es peor, lo empleamos en el pecado. 

Dios convierte el mal en bien. Y nosotros, cristianos, tenemos también que cambiar el mal en bienes. Lamentablemente a veces nos sucede lo contrario, y de los bienes que nos da el Señor, despilfarramos o lo usamos para el mal. 

Recordemos que Dios no se olvida de todo lo que nos concede, y llevará cuenta hasta el mínimo detalle de cómo empleamos sus dones. Siendo esto así, entonces seamos agradecidos con lo que Dios nos da; y si hay algo que todavía no nos ha concedido, no nos desanimemos en pedírselo, que si es para bien, nos lo concederá infaliblemente. 

Aprovecemos y disfrutemos con paz y alegría de todo lo que Dios nos provee, y demos siempre gracias por ello al Señor, y a su Madre, que es por medio de Ella que nos viene absolutamente todo don. 

Dios sabe que no somos sólo alma, sino que tenemos un cuerpo, con sus necesidades; que tenemos una familia, también con sus necesidades; y por eso Él nos regala muchas cosas, tanto materiales como espirituales, para apoyarnos moralmente y así tengamos entusiasmo de seguir por el camino del bien. 

Y si tenemos alguna cruz, o muchas cruces, sepamos que las cruces son los regalos más preciosos que hace Dios a sus elegidos. Y si no podemos dar gracias por las cruces, al menos sepamos que es una predilección de Dios el otorgarnos esos sufrimientos que son medio de santificación y salvación, para nosotros y para muchas almas. 

Recordemos esta gran verdad: Dios es bueno, infinitamente bueno, y Él no quiere el mal de sus criaturas. Pero sepamos que muchas veces los dones de Dios pueden transformarse en un arma con la que nos hacemos daño, y entonces el Señor nos da sólo lo que sabe que nos ayudará a adelantar en el camino de la virtud. 

Aunque también Dios, como dice el Evangelio, hace llover sobre buenos y malos; salir el sol sobre justos e injustos. Así que notaremos que Dios favorece a muchos, y que quizás esos muchos, no saben responder bien. Al menos nosotros tratemos de que los dones que nos da Dios, sean para nuestro bien.

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