Jesús, no quiero abandonarte, antes bien, deseo dar testimonio de ti a los hombres. Quiero darte a conocer a quienes no han oído hablar de ti. Sé que no será fácil, porque el mundo odia los que te pertenecemos, pero “Tú has vencido al mundo”, y con esa confianza, quiero aventurarme en el anuncio de tu Persona. Catholic.net
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sábado, 30 de agosto de 2014

Devoción de las tres Avemarías



En qué consiste la devoción de las tres Avemarías?

En rezar tres veces el Avemaría a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Señora nuestra, bien para honrarla o bien para alcanzar algún favor por su mediación.




¿Cuál es el fin de esta devoción?

Honrar los tres principales atributos de María Santísima, que son:

1.- El poder que le otorgó Dios Padre por ser su Hija predilecta.
2.- La sabiduría con que la adornó Dios Hijo, al elegirla como su Madre.
3.- La misericordia con que la llenó Dios Espíritu Santo, al escogerla por su Inmaculada Esposa.
De ahí viene que sean tres las Avemarías a rezar y no otro número diferente.




¿Cuál es la forma de rezar las tres Avemarías? 

“María Madre mía, líbrame de caer en pecado mortal.


1. Por el poder que te concedió el Padre Eterno

Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


2. Por la sabiduría que te concedió el Hijo.

Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


3. Por el Amor que te concedió el Espíritu Santo

Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre por los
siglos de los siglos. Amén!”




¿Cuál es el origen de la devoción de las tres Avemarías?

Santa Matilde, religiosa benedictina, suplicó a la Santísima Virgen que la asistiera en la hora de la muerte. La Virgen María le dijo lo siguiente: “Sí que lo haré; pero quiero que por tu parte me reces diariamente tres Avemarías. La primera, pidiendo que así como Dios Padre me encumbró a un trono de gloria sin igual, haciéndome la más poderosa en el cielo y en la tierra, así también yo te asista en la tierra para fortificarte y apartar de ti toda potestad enemiga. Por la segunda Avemaría me pedirás que así como el Hijo de Dios me llenó de sabiduría, en tal extremo que tengo más conocimiento de la Santísima Trinidad que todos los Santos, así te asista yo en el trance de la muerte para llenar tu alma de las luces de la fe y de la verdadera sabiduría, para que no la oscurezcan las tinieblas del error e ignorancia. Por la tercera, pedirás que así como el Espíritu Santo me ha llenado de las dulzuras de su amor, y me ha hecho tan amable que después de Dios soy la más dulce y misericordiosa, así yo te asista en la muerte llenando tu alma de tal suavidad de amor divino, que toda pena y amargura de muerte se cambie para ti en delicias.”


Y esta promesa se extendió en beneficio de todos cuantos ponen en práctica ese rezo diario de las tres Avemarías.




¿Cuáles son las promesas de la Virgen a quienes rezasen diariamente las tres avemarías?

Nuestra Señora prometió a Santa Matilde y a otras almas piadosas que quien rezara diariamente tres avemarías, tendría su auxilio durante la vida y su especial asistencia a la hora de la muerte, presentándose en esa hora final con el brillo de una belleza tal que con sólo verla la consolaría y le transmitiría las alegrías del Cielo.


María renueva su promesa de protección:


Cuando Sor María Villani, religiosa dominica (siglo XVI), rezaba un día las tres Avemarías, oyó de labios de la Virgen estas estimulantes palabras:


“No sólo alcanzarás las gracias que me pides, sino que en la vida y en la muerte prometo ser especial protectora tuya y de cuantos como tú PRACTIQUEN ESTA DEVOCIÓN”


También dijo la Santísima Virgen: “La devoción de las tres Avemarías siempre me fue muy grata… No dejéis de rezarlas y de hacerlas rezar cuanto podáis. Cada día tendréis pruebas de su eficacia…”


Fue la misma Santísima Virgen la que dijo a Santa Gertrudis que “quien la venerase en su relación con la Beatísima Trinidad, experimentaría el poder que le ha comunicado la Omnipotencia del Padre como Madre de Dios; admiraría los ingeniosos medios que le inspira la sabiduría del Hijo para la salvación de los hombres, y contemplaría la ardiente caridad encendida en su corazón por el Espíritu Santo”.


Refiriéndose a todo aquel que la haya invocado diariamente conmemorando el poder, la sabiduría y el amor que le fueron comunicados por la Augusta Trinidad, dijo María a Santa Gertrudis que, “a la hora de su muerte me mostraré a él con el brillo de una belleza tan grande, que mi vista le consolará y le comunicará las alegrías celestiales”.


¿Cuál es el fundamento de esta devoción?
La afirmación católica de que la Santísima Virgen poseyó, en el más alto grado posible a una criatura, los atributos de poder, sabiduría y misericordia.


Esto es lo que enseña la Iglesia al invocar a María como Virgen Poderosa, Madre de Misericordia y Trono de Sabiduría.




PARA REFORZAR ESTA DEVOCIÓN CONTAMOS UN BELLO TESTIMONIO DE FE 

En un país situado detrás del «telón de acero», en el que, en los primeros meses del año 1968, se recrudeció la persecución religiosa, uno de los Obispos allí radicados recibió una misiva comunicándole confidencialmente que se preparaba un atentado contra su vida, por lo cual debía huir sin pérdida de tiempo y ocultarse.


Obedeciendo la consigna recibida, el aludido señor Obispo salió de su residencia vestido de aldeano y huyó a campo traviesa, caminando durante todo un día, alcanzándole la noche, divisando una amplia vega.


Aprovechando la oscuridad, se aproximó a una casa que vio poco distante y pidió a sus habitantes le permitiesen descansar unas horas sentado en una silla.


Los ocupantes de la casa -un matrimonio con varios hijos pequeños- acogieron la petición de hospedaje del que consideraron labriego viajero, pero no sólo le ofrecieron silla, sino que le hicieron cenar con ellos y luego le acomodaron en una habitación con buena cama.


Durante la cena, como notase el huésped gran preocupación y visible tristeza en el matrimonio, no pudo silenciar su observación y preguntó el motivo de tal inquietud y congoja; informándosele entonces de que el anciano padre de uno de ellos no había podido sentarse a la mesa porque estaba enfermo de mucha gravedad desde hacía unos días, y aunque le insistían cariñosamente para que hiciera conveniente preparación para la muerte, por si el momento de ésta sobreviniera, él les contestaba que todavía no iba a morirse, y, por tanto, no se preparaba…


Hubo unos breves comentarios del caso, pero ninguno se atrevió a hacer mención del aspecto religioso del asunto.


Retirados a descansar todos y transcurrida la noche, se dispuso el visitante y huésped a proseguir su camino; y al despedirse y dar gracias a quienes con tanta amabilidad le habían tratado, preguntó si le permitían saludar al viejecito enfermo, para comprobar el estado actual de su dolencia, a lo que, gustosamente, se accedió y le acompañaron.


Una vez el labriego junto al anciano, y luego de una corta conversación afectuosa, éste último, adoptando un gesto y tono decidido, dijo: «Mire usted, yo sé que estoy muy malo y que ya no me restableceré; pero, también sé que por ahora no moriré».


Al oírle hablar tan seguro, todos sonrieron al enfermo. Y ante aquellas sonrisas, añadió éste: «Se ríen porque he dicho que tengo la seguridad de que no voy a morir por ahora… Pues bien; lo repito. ¿Y sabe usted por qué?… Mire, yo no sé quién es usted, ni cómo piensa, pero como en la situación en que estoy ya no temo a nadie, le voy a decir la verdad: Mi seguridad se apoya en que soy católico; los años de persecución religiosa no me han quitado la fe; y todos los días he rezado, y rezo, las Tres Avemarías, pidiéndole a la Virgen María que, a la hora de la muerte, esté asistido por un sacerdote que prepare mi alma para el tránsito, y usted comprenderá que habiéndole rogado tantas veces a la Santísima Virgen eso, la Virgen no consentirá que yo muera sin un sacerdote a mi lado; y como no lo tengo, por eso estoy tan seguro de que por ahora no me muero».


Emocionado el labriego por aquella declaración del ancianito, le tomó la mano y le dijo: «Esa gran fe que ha conservado, y esa súplica diaria a la Madre de Dios, rezándole las tres Avemarías, han atraído el favor del Cielo y ha sido la Providencia la que me dirigió hasta aquí… No es un sacerdote lo que la Virgen le manda, sino a su Obispo de usted… Porque yo soy el Obispo de esta Diócesis, que va hacia el exilio»


La impresión, y al propio tiempo el gozo, del anciano y sus hijos fue enorme. Tan grande, que no sabían cómo expresar su asombro y su reverencia…


Seguidamente, el señor Obispo realizó las confesiones, ofició la Santa Misa en la habitación del enfermo, y les dio a todos la comunión; dejando al viejecito espiritualmente dispuesto para emprender su postrer viaje con término en el Cielo…


Viaje que tuvo lugar dos días después de aquella Misa excepcional.

viernes, 29 de agosto de 2014

Tomaré tu cruz, Señor




Pues su madera, bien lo sé, Jesús,
es escalera que conduce a la Resurrección.
Tomaré tu cruz, Señor,
pues su altura, es altura de miras
para los que creen en otro mundo,
para los que esperan en Dios,
para los que, cansándose o desangrándose,
saben compartir y repartir en los demás.

¡Tomaré tu cruz, Señor ¡
Pues sus clavos, pasan la carne
pero no matan la fe.
Es la fe, quien a la cruz,
le da otro brillo y hasta otro color:
ni es tan cruel ni es definitiva.
Después de la cruz, vendrá la vida.

¡Dame tu cruz, Señor!
Merece la pena arriesgarse por Ti.
Merece la pena sembrar en tu campo.
Merece le pena sufrir contratiempos.
Merece la pena adentrarse en tus caminos,
sabiendo que, Tú, los recorriste primero.

¡Tomaré tu cruz, Señor!
Enséñame dónde y cómo.
Indícame hacia dónde.
Háblame cuando, por su peso,
caiga en el duro asfalto.

Quiero tomar tu cruz, Señor,
porque bien lo sé,
hace tiempo que lo aprendí,
que ideales como los tuyos,
tienen y se pagan por un alto precio.

Quiero tomar tu cruz, Señor,
porque es preferible,
en el horizonte de los montes,
ver tu cruz,
que el vacío del hombre errante.
Amén.

P. Javier Leoz

jueves, 28 de agosto de 2014

No pierdas...



No pierdas la esperanza.
Hay millones de personas esperando
los recursos que dispones.

No pierdas el buen humor.
A cualquier señal de enfado,
hay siempre una merma en tus fuerzas.

No pierdas la tolerancia.
Hay mucha gente a tolerarte
en lo que aún tienes de indeseable.

No pierdas la serenidad.
El problema puede que no sea
tan difícil como piensas.

No pierdas la humildad.
Además de la planicie, surge la montaña y,
después de la montaña, surge el horizonte infinito.

No pierdas el ánimo de aprender.
La propia muerte es una lección.

No pierdas la oportunidad de servir a tus semejantes.
Hoy o mañana, podrás necesitar de su ayuda.

No pierdas tiempo.
A cada amanecer un nuevo día nace,
pero los minutos son otros.

No pierdas la paciencia.
Acuérdate de la paciencia infinita de Dios.

No te pierdas, que detrás de alguna ventana,
está tu alma gemela que te mira y espera.


TARDE TE AMÉ, DIOS MÍO”



“Tarde te amé, Dios mío,
hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. 
Tú estabas dentro de mí y yo afuera y así por fuera te buscaba y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste.
Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo.
Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; 
brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; 
gusté de Ti y ahora siento hambre y sed de Ti.
¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! 
Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico y yo estoy enfermo;
Tú eres misericordioso y yo soy miserable. 
Toda mi esperanza estriba en tu muy grande misericordia. 
Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. 

-San Agustín (Confesiones 10, 26, 37)

“Si no quieres sufrir, no ames, 
pero si no amas ¿para qué quieres vivir?”

(San Agustín)

miércoles, 27 de agosto de 2014

Te confieso, que no lo sé, Señor


Digo amarte,
cuando, media hora en tu presencia,
me parece excesivo o demasiado.

Presumo de conocerte
y, ¡cuántas veces!
el Espíritu me pilla fuera de juego.

Te sigo y escucho,
y miro, una y otra vez,
hacia senderos distantes de Ti.

Te confieso, Señor,
que no sé demasiado de Ti.
Que tu nombre me resulta complicado
pronunciarlo y defenderlo
en ciertos ambientes.

Que, tu señorío,
lo pongo con frecuencia
debajo de otros señores,
ante los cuales doblo mi rodilla.

Te confieso, Señor,
que mi voz no es para tus cosas
lo suficientemente recia ni fuerte,
como lo es para las del mundo.

Te confieso, Señor,
que mis pies caminan más deprisa
por otros derroteros que el placer,
las prisas, los encantos o el dinero me marcan.

Te confieso, Señor,
que, a pesar de todo,
sigo pensando, creyendo y confesando
que eres el Hijo de Dios.

Haz, Señor, que allá por donde yo camine,
lleve conmigo la pancarta de “soy tu amigo”.

Haz, Señor, que allá donde yo hable
se escuche una gran melodía: “Jesús es el Señor”.

Haz, Señor, que allá donde yo trabaje
con mis manos o con mi mente
construya un lugar más habitable
en el que Tú puedas formar parte.
Amén.


P. Javier Leoz

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