“Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza” (Gn 1,26) Como si el Creador entrase en sí mismo; como si al crear, no sólo llamase de la nada a la existencia con la palabra “hágase”, sino que de forma particular sacase al hombre del misterio de su propio Ser. Y se comprende, pues no se trata sólo del existir, sino de la imagen. La imagen debe “reflejar”, debe como reproducir en cierto modo “la sustancia” de su Modelo. (...) Es obvio que no se debe entender como un “retrato”, sino como un ser vivo que vive una vida semejante a la de Dios.
Al definir al hombre como “imagen de Dios”, pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás criaturas del mundo visible. Son conocidos los muchos intentos que la ciencia ha hecho —y sigue haciendo— en los diferentes campos, para demostrar los vínculos del hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de inserirlo en la historia de la evolución de las distintas especies.
Respetando ciertamente tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de lo que a él se parece. En esta dirección caminan también la antropología y la filosofía cuando tratan de analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece que sale al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre en cuanto “imagen de Dios”, da a entender que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra por el camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se asemeja más a Dios que a la naturaleza. En este sentido el Salmo 82, 6 dice: “Sois dioses”, palabras que luego repetirá Jesús.
San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
Audiencia general del 6-12-1978 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por dejar tu comentario, me alegra el alma