Tal día como hoy, en los umbrales de Betfagé, atravesando Betania, al pie del monte de los Olivos, las almas que presintieron la cercanía del Mesías alzaron ramos de palma y escribieron, con sus puntas, “aleluyas” en el cielo.
Salieron a recibirle como amante que se encuentra con lo Amado tras una larga espera, como corazón que siente la proximidad de ese milagro que le devolverá la vida. Despojados de sus mantos, los pusieron a los pies del Dios Hijo como símbolo de un amor vasallo.
Cristo, a lomos de un pequeño asno, se abre paso entre esas gargantas emocionadas que lo aclamaban como Mesías; las mismas que, embravecidas, reclamarán su holocausto.
Pero Él así lo quiso. Sabía que ese efímero momento de gloria era el preámbulo de su muerte y, por ello, fue dejando sobre ellos una mirada compasiva: bien conocía las tornas que da el corazón humano.
Pero quiso vivir esos segundos, regalar, a la Historia, ese día en el que se estremeció el alma de la Tierra al sentir el paso de Dios.
Hoy la vida se detiene en ese momento en el que la fe se rasgó el velo que la privaba de ver a Dios y pudo sentir a qué sabe la Divinidad cuando pasa a su lado.
Hoy la Historia se detiene en esos segundos en los que, al presentir la cercanía del Mesías, el alma escribe “aleluyas” en el cielo y se ofrece a sus pies como símbolo de un amor vasallo.
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