Todos somos llamados a ser santos. No hay nada
de extraordinario en esta vocación. Todos hemos sido creados a imagen de Dios
para amar y ser amados.
Jesús desea nuestra santidad con un ardor
inefable:
“Porque ésta es la voluntad de Dios: que viváis
como consagrados a Él.” (1 Tes 4,3) Su divino corazón desborda de un
deseo insaciable de vernos progresar en la santidad.
Debemos renovar cada día nuestra decisión de
avanzar en el fervor como si se tratara del primer día de nuestra conversión,
diciendo:
“Ayúdame, Señor, Dios mío, en mis buenos propósitos
en tu servicio, y dame la gracia de comenzar hoy mismo, porque lo que he hecho hasta
ahora no ha sido nada.”
No podemos renovarnos interiormente si no
tenemos la humildad de reconocer aquello en nosotros que necesita ser renovado.
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