"Este es mi Cuerpo...", y Jesús se inmoló, ocultándose
bajo las especies de pan. Ahora está allí, con su Carne y con su Sangre, con su
Alma y con su Divinidad: lo mismo que el día en el que Tomás metió los dedos en
sus Llagas gloriosas. Sin embargo, en tantas ocasiones, tú cruzas de largo, sin
esbozar ni un breve saludo de simple cortesía, como haces con cualquier persona
conocida que encuentras al paso. –¡Tienes bastante menos fe que Tomás! (Surco,
684)
El Creador se ha
desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún
no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la
Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y ‑en lo que nos es posible
entender‑ porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere
prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al
orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado ‑del
pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados
personales de cada uno‑ y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que
me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos
mansión dentro de él.
Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de
manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el
catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y
como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un
tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio
eucarístico, al Cuerpo de Cristo ‑Corpus Christi‑ presente en todos los
tabernáculos del mundo. (Es Cristo que pasa, nn. 84-85)
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