Aunque estemos
rodeados de gente, en ocasiones nos sentimos solos. Concepción Cabrera, viuda
de cuarenta y nueve años, le dice a Teresa de María: «Se me asienta mucho […]
la soledad plena, pero así me quiere el Señor, y yo también».
Nos sentimos solos
cuando carecemos del afecto de algunas personas o del apoyo que precisamos,
cuando muere o se aleja un ser querido, cuando se fractura una relación, cuando
tenemos que enfrentar un problema o tomar una decisión, cuando somos
incomprendidos o nos enfermamos o fracasamos, cuando Dios se nos oculta o
Jesucristo nos comparte sus sufrimientos… Y tú, ¿en qué ocasiones te has
sentido más sola/o?
Es una soledad
dolorosa y triste. Impuesta. Nos incomoda; queremos salir de ella cuanto antes.
Muchas veces enciende nuestra ira.
Esta soledad, la
experimentó Jesús en Getsemaní, y también en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado» (Mc 15,34). La experimentó María, después de la
ascensión de Jesús.
Esta experiencia de
abandono y despojo puede sernos provechosa, pues nos hace palpar nuestra pequeñez,
nuestras ansias de que se nos ponga atención, de ser amados. Por eso, esa
mística y apóstol le dice a su hija religiosa: «Pídele a Dios por mí fuerte,
que me sepa aprovechar de las cosas y soledades para ir más a Él». Sí, esa
soledad dura y fría puede lanzarnos hacia Dios.
Además, es una
ocasión propicia para madurar en el amor: manteniéndonos en la soledad, en vez
de salir corriendo a mendigar afecto y apoyo. Le dice esa mistagoga a su hija:
«Procura la soledad del corazón, simplificándote de criaturas y cosas. Conserva
tu alma tranquila, sin afanarte, sin querer agrandar tu círculo».
Y cuando la soledad
nos hiera y nos sintamos pobres, digamos como esa mujer enamorada del
Crucificado: «así me quiere el Señor, y yo también».
P. Fernando Torre, msps.
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