Si eres fiel, podrás llamarte vencedor. En tu vida, aunque pierdas
algunos combates, no conocerás derrotas. No existen fracasos –convéncete–, si
obras con rectitud de intención y con afán de cumplir la Voluntad de Dios.
Entonces, con éxito o sin éxito, triunfarás siempre, porque habrás hecho el
trabajo con Amor. (Forja, 199)
Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene
que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen
más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al
favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos,
generosos.
No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con
victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido
siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos
en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han
gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con
falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen
confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de
los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y
perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.
No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de
ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si
tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y
tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada
importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios.
No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo
cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.
(Es Cristo que pasa, 76)
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