En la catedral de Würzburg, Alemania, hay una venerable cruz del
siglo XIV.
El Señor tiene las manos separadas de la cruz y las sostiene
cruzadas sobre su pecho, como para abrazar a alguien.
Cuenta una leyenda que, durante la Guerra de los Treinta Años
(un conflicto armado que desgarró Europa entre 1618 y 1648), un soldado enemigo
entró en esa iglesia y, al ver que el Crucifijo lucía una espléndida corona de
oro en la cabeza, dio un paso adelante para robarlo.
Cuando el ladrón se encontró frente a Jesús y levantó su mano
hacia la corona, el Señor separó sus brazos de la cruz, se inclinó hacia
adelante, abrazó al ladrón y suavemente lo llevó a su corazón.
El ladrón no pudo soportar tanto amor.
Fue encontrado muerto al pie de la cruz.
A partir de ese día, Cristo ya no extendió los brazos, sino
que continuó abrazándolos como ahora, como si siempre quisiera tener a los
pecadores en el corazón, mirarlos a los ojos y decirles: - ¡No quiero
castigarte, sino amar!
(A. Barth, Enciclopedia Catechetica, Ed. Paoline)
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