Jesús, no quiero abandonarte, antes bien, deseo dar testimonio de ti a los hombres. Quiero darte a conocer a quienes no han oído hablar de ti. Sé que no será fácil, porque el mundo odia los que te pertenecemos, pero “Tú has vencido al mundo”, y con esa confianza, quiero aventurarme en el anuncio de tu Persona. Catholic.net
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lunes, 24 de agosto de 2020

El condenado, desesperado por la duración de sus tormentos, llamará a la muerte, pero en vano



   En la vida del infierno, la muerte es lo que más se desea.  Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán.  Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap., 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: «¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga! » Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados : los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo. De suerte, dice San Gregorio, que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás.

   Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quien le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá...  El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda, se había hecho patentizaron la horrible desesperación que habría sentido... Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

   ¿Y cuánto durará tanta desdicha?... Siempre, siempre.  Refiérase en los Ejercicios Espirituales, del Padre Señeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno..., y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!... Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos palabras solas... 

   ¡Infeliz Judas!... ¡Más de mil novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo!... ¡Desdichado Caín!... ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena! Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya mas de cinco mil años desde su condenación, exclamó: «Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instantes

   Si algún ángel dijese a un réprobo: «Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar», el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey.  Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará comenzando… Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

   Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: «¿Va muy avanzada la noche? (ls., 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y llamas?...» Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!... Pues ¿cuánto ha de durar?...  ¡Siempre, siempre!... ¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: «Dejadnos.  Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!...»

   ¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad?

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE - San Alfonso María de Ligorio

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