Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano
de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero
su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el
movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las
criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una
palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena.
La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque
Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y
obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra
constantemente: es El quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con
su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los
hijos de Dios.
Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos
adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a
lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a
los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a
los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo
realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador
de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo,
consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso,
pues es El quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que
está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el
puerto de la salvación y del gozo eterno.
Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y
completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es una
aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera
especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad
—anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará.
El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la
santificación que El nos mereció en la tierra.
No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en
Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia
de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el
Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella,
quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los
que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo
suyo. Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente
importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el
sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en
nuestros altares.
San Josemaría Escriva
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