Jesús, has tenido para mí, tiempo de hacerte presente en mi vida con tu nacimiento en la cueva de Belén, de testimoniar tu amor sobre la tierra, de morir por mi salvación y de resucitar de la muerte para dar esperanza a mi camino de fe. Y me ocurre como en los tiempos de tu nacimiento: «Los suyos —también yo— no la recibieron». Y pienso entristecido, cómo mi soberbia llega a cerrarte, Señor, en tantas ocasiones las puertas de mi corazón y también a tantas personas que me rodean. Perdón, Niño de Belén, porque muchas veces me he negado a contemplarte por dejarme envolver por la soberbia. Perdón, por ser un Herodes contemporáneo que se cree el soberano de su realidad y que no es capaz de comprender que Tú, mi Jesús, eres el verdadero rey. Perdón, Señor, por no permitirme escuchar los cantos celestiales anunciando que habitas entre nosotros. Perdón, mi niño Jesús, por todas las veces que te he cerrado la puerta de mi corazón cuando Tú llamas para entrar en Él. Tú, en cambio mi Jesús, con tu infinita misericordia, siempre me recibes y me abrazas amorosamente, cada vez que vuelvo mis ojos llorosos y tristes a ti cuando me he quedado solo, cuando todos se han ido de mi lado.
Que estos días, mi Niño Amado de Belén, me sirvan para recordar que Tú quieres que la relación contigo no sea lejana sino cercana, amorosa, cordial, de confianza! ¡Abre mi corazón para recibirte siempre porque tu has venido a quedarte siempre y habitar entre nosotros! ¡Que te perciba siempre en mi vida, Señor, que no me aleje de Ti, que mi relación contigo esté impregnada de amor! ¡Concédeme la gracia de reconocer tu santo rostro en la humildad del pesebre con el fin de que comprenda que la auténtica grandeza no reside en las cosas mundanas sino en hacerme pequeño por amor al prójimo!
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