SAN JOSÉ
“José, su esposo, como era justo….”
“José, el siervo prudente y fiel, a quien el Señor puso al frente de su familia.”
Bastarían estas alabanzas, ¡oh, buen José!, para que rindiéramos nuestras almas a tu paternal protección, para que cualquier corazón sediento de amor y consuelo encontrara, al escuchar tu nombre, ese deseado cobijo.
Déjame, José, que desgrane tu nombre para, así, saborear y recrearme en tu poderosa protección.
J: justo.
Y por “justo” se entiende el que es digno de Dios, el que es grato a sus ojos. Tú, José, fuiste alzado a los primeros puestos, junto al trono de Dios, para que Él, al verte, se recreara en tu creación.
O: obediente.
No tenías tiempo para pensar en ti mismo, solo lo tenías para Dios, es decir, para ponerte al servicio de María y de Jesús. Tu obediencia es reflejo de esos corazones fuertes, capaces de sobreponerse a sí mismos y rendirse a la voluntad de Dios.
S: silencio.
Sí, son esas omisiones las que te ensalzan; son esas obras, desnudas de palabras y llenas de amor, las que hacen de ti ejemplo de una entrega que solo puede impulsar un amor puro y limpio.
É: esposo.
No podía faltar ese don con el que fuiste coronado, porque es un don el ser elegido como el hombre que cuidara y amara a la Madre de Dios.
Esposo casto, entregado, sumiso al bien de esa familia que el Señor puso en tus manos.
José, no puedo evitar al invocarte, que en mi alma y corazón brote una emocionada lágrima y un mar de ternura, no puedo evitar que al rezarte, mire con infinita gratitud al Cielo y verte en la santa compañía de María y del Niño Jesús.
San José, ¿quién tiene privilegio semejante al de que María te llame esposo y Jesús te llame padre?
San José, mi padre y señor, ruega por nosotros.
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