Busquemos en las cosas humanas una comparación para la incomparable clemencia de nuestro Creador. No pretendemos encontrar igual ternura, pero al menos, cierta semejanza con su indulgente bondad.
Supongo una madre plena de amor y cuidados. Lleva largo tiempo a su pequeño hijo en sus brazos, hasta que le enseña a caminar. Primero lo deja gatear. Después lo endereza y lo sostiene derecho de la mano, hasta que aprenda a posar un pie delante del otro. Pronto lo suelta un instante, pero en cuanto lo ve tambalearse, rápido ella lo toma de la mano. Sostiene sus pasos inseguros, lo levanta si cae. O, al contrario, lo deja caer suavemente para levantarlo luego. Ahora bien, él se convierte en un jovencito, pronto con toda la fuerza de la adolescencia y de la juventud. Su madre entonces le da cargos o trabajos que ejerce sin fatiga, lo deja batirse con sus compañeros.
¡Cuánto más sabe, nuestro Padre del cielo, lo que él puede llevar con la ayuda de su gracia, cómo puede ejercer la virtud en su presencia, si lo deja como árbitro de su voluntad! Además, lo ayuda en su labor, escucha su llamado, no se esconde ante su búsqueda y hasta lo libra del peligro. Esto hace evidente que el juicio de Dios es insondable e incomprensibles las vías con las que lleva a la salvación al género humano.
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
Acerca de la protección de Dios, Conferencias (SC 54, Des charismes divins 1, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad. sc©evangelizo.org
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