La
alegría es un bien cristiano, que poseemos mientras luchamos, porque es
consecuencia de la paz. La paz es fruto de haber vencido la guerra, y la vida
del hombre sobre la tierra –leemos en la Escritura Santa– es lucha. (Forja,
105)
Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos
como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la
serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales
malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un
descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como
milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi,
cabe el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de
banderías. Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que
suele ir unida a la comodidad y a la cobardía.
Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que
se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del
signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos
ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre
renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los
hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de
antemano derrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en
complacencias mezquinas.
Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de
todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su
condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a
todo su cuerpo místico, que es la Iglesia. (Es Cristo que pasa, 74)
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