El encuentro del Resucitado con los discípulos,
les había cambiado la vida. Todos eran hermanos y sentían lo mismo: la alegría
de la Pascua.
1.- Contemplaban los acontecimientos a la luz de
la Verdad y, en ello, ponían todas ilusiones y toda su existencia.
El choque del Resucitado con los apóstoles había
sido tan decisivo que, su testimonio, era algo natural, espontáneo y lógico:
disfrutaban hablando de Aquel que, bajando a la muerte, subió de la tierra tal
y cómo les anunció en los días de su pasión.
2.- ¿Y ahora? Como, en todos los grupos, salió
una voz discordante y disconforme. Tomás, el incrédulo, no solamente no creía
que Jesús hubiera resucitado, es que además se negaba a dar por válido y serio
el testimonio del resto de sus compañeros. Su fe, la de Tomás, estaba sostenida
por su forma particular de comprender y de acoger las cosas: todo lo que no
veo, queda fuera de mí. No me sirve.
¿Le podrían convencer, o volver de sus
posiciones, la experiencia, el encuentro, el cara a cara que el resto de los
apóstoles tuvieron con Jesús Resucitado? ¿Qué le impedía a Tomás dar el paso
hacia la fe aún sin ver? Su dificultad residía, y no lo olvidemos, en una fe
hilvanada por el simple hilo de la apariencia.
3.- Tal vez, lo más positivo de Tomás, es que
también él quería tener una experiencia real y fuerte del Resucitado. Pero, lo
negativo, es que se cerraba a creer por la palabra y la experiencia viva de sus
compañeros. Pronto, Jesús, se hizo presente. Las puertas estaban tan cerradas
como la mente de Tomás y, a la vez, tan fáciles de abrir como el corazón de
aquel testarudo apóstol con la simple presencia del Resucitado.
En ese momento, y no lo olvidemos, todos los
esquemas de Tomás caen por el suelo. Aquel que, sin ver no creía, de pronto se
fía. ¿Y por qué cree? ¿Por qué ve? ¿Por qué siente que su rostro se sonroja
ante la evidencia de la nueva vida? ¿Tal vez por qué, Jesús, no merecía tanta
incertidumbre, racionalidad o dudas? En el fondo, Santo Tomás, creía pero…quería
un cara a cara con el Señor. Pudo más en él, el afán de seguridades, que el
misterio de la fe. Su confesión “Señor mío y Dios mío”, no solamente es un
grito de fe. También lo es de arrepentimiento: ¡qué necio he sido! ¡Señor, cómo
te he podido tratar así! ¡Qué ciego he estado! ¡Por qué me he dejado llevar por
la dureza de la razón!
4.- También, a nosotros, el Señor nos reclama la
fe. No tenemos la suerte de asomarnos a ese sepulcro que todavía conserva el
calor del cuerpo de Jesús. No poseemos el privilegio de sentarnos frente a
Pedro, Juan o Santiago para preguntarles sobre el cómo Jesús resucitó y cómo
era. Pero, precisamente por ello, nuestra fe vale lo que el oro fino: creemos
por el testimonio de los apóstoles. Creemos por lo que nuestros padres nos han
transmitido. Creemos porque, en la experiencia que otros tuvieron del
Resucitado, tenemos también puesta nuestra esperanza, nuestra ilusión y nuestra
certeza de que Jesús es el principio y final de todo. Creemos porque, la
Iglesia, nos ha ido transmitiendo todo esto con sufrimiento, convencimiento y
amor: ¡Jesús ha resucitado!
Amigos; nosotros no hemos tenido la oportunidad
de meter nuestros dedos en el costado o en las marcas que, la pasión de Jesús,
dejó en su cuerpo. Pero, también es verdad, que en la Eucaristía, la escucha de
la Palabra, la oración personal, los dramas del mundo, la celebración del resto
de los sacramentos nos pueden hacer sentir en propia carne la alegría y la
experiencia de Cristo Resucitado. ¿Lo intentamos?
Javier Leoz
www.betania.es
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