Todo aquello en que
intervenimos los pobrecitos hombres –hasta la santidad– es un tejido de
pequeñas menudencias, que –según la rectitud de intención– pueden formar un
tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados. Las gestas
relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del
héroe. –Ojalá tengas siempre en mucho -¡línea recta!– las cosas pequeñas.
(Camino, 826)
El principal
requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en
amar: la caridad es el vínculo de la perfección;
caridad, que debemos practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el
mismo Señor establece: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, sin reservarnos
nada. En esto consiste la santidad.
Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me
perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la
gracia divina y de la correspondencia humana. Todo
lo que se desarrolla –advierte uno de los escritores cristianos de
los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios–, comienza
por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos,
llega a hacerse grande. Por eso te digo que, si deseas portarte
como un cristiano consecuente –sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te
cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo-, has de poner un
cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro
Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las
obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas. (Amigos
de Dios, 7)
San Josemaría
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