A veces vemos tanto mal en el mundo que quisiéramos hacer algo para
detener, o al menos atenuar tanto mal. Y generalmente nos parece que la
solución estaría en el hacer algo, en actuar de alguna manera. Y si bien eso es
en parte cierto, lo que debemos tener en cuenta es que el cambio del mundo no
depende tanto de obras exteriores.
Veamos si no la vida de Jesús y María. Ellos cambiaron el mundo, pero sin hacer cosas estrepitosas, pues la Virgen era una muchacha humilde de Palestina que actuó en lo escondido. Y Jesús, si bien evangelizó e hizo milagros, no lo realizó en todo el mundo, sino sólo en una pequeña parte de él. Pero ambos, Jesús y María, fueron santos, quisieron vivir su vida oculta en el trabajo, la oración, los sacrificios y renuncias y, sobre todo, amando muchísimo a Dios y a los hermanos.
También podemos, y debemos, hacer otro tanto nosotros. Entonces cuando nos venga la idea de “hacer algo” y nos veamos como impotentes ante tanto que se debe cambiar, no pensemos en que somos inútiles y pequeños, ni que nuestras obras tienen que hacerse a escala mundial materialmente hablando, sino que si nos dedicamos a santificarnos, con ello hacemos muchísimo por el mundo, por nuestra patria y por nuestra familia.
Jesús venía a salvar el mundo, pero sin embargo durante treinta años de su vida lo pasó oculto en una vida común y corriente, haciendo extraordinariamente bien lo que debía hacer.
Nosotros debemos “copiarnos” de Jesús y de María y tratar de vivir una vida oculta, centrada en Dios, amándolo sobre todas las cosas, y orando en todo tiempo y mucho, puesto que así se salva el mundo.
Santa Teresita del Niño Jesús ha sido declarada por la Iglesia como “Patrona de las Misiones”, siendo que esta “santita” no salió nunca de su convento de clausura a evangelizar. Con esto la Iglesia nos quiere decir esta gran verdad: que para ser apóstol y cambiar el mundo, no son imprescindibles obras exteriores y estrepitosas, puesto que los grandes cambios en la historia, generalmente fueron forjados en lo oculto de los conventos, en la cotidianeidad y santidad de personas simples que hicieron lo que tenían que hacer, y que quizás su obra no fue reconocida en vida, sino después de su muerte. Y aquí también debemos recordar las palabras del Señor cuando nos dice que si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. Tampoco Jesús logró demasiado en su vida mortal, y lo constatamos cuando en la Cruz muere en medio de numerosos enemigos, y sus discípulos traicionándolo o huyendo. Pero sin embargo, después de su muerte y resurrección, dio, y sigue danto, copiosísimos frutos.
Pensemos en estas cosas y no nos descorazonemos si nos parece que no podemos hacer nada por el mundo, porque esto no es así, sino que podemos hacer mucho por la salvación del universo todo
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