Unas sandalias. De cuero y gastadas por el pisar de unos pies
deformes de tanto ir y venir, de tanto acarrear dolor y amor entre los brazos.
Unas sandalias que en la sencillez de la huella de sus dedos
amorfos, explican la caridad mejor que todos los tratados teológicos juntos.
Unas sandalias que dejan en nada los discursos bien sonantes de quienes aprovechan
el mal ajeno para hinchar su ego, esos mismos que pretenden dejar al mundo un
epitafio ocurrente, una estatua más o menos conseguida, un párrafo en los
libros de Historia, una placa en la calle del pueblo o del barrio que les vio
nacer. Ella, estoy persuadido, no quiso legarnos otra cosa que su sombra,
convencida de que al proyectarse a través de sus hijas reproduciría el perfil
amantísimo de Cristo y no el suyo, que era encorvado y pequeño.
Sin proponérselo nos dejó unas sandalias, a las que habían cubierto
el polvo de las veredas de los estercoleros del mundo, allí donde no hay primas
de riesgo porque cada día es una lucha por sobrevivir. Y hoy esas sandalias se
veneran como reliquia, ya que sostuvieron a una santa que, a pesar de su
aspecto sarmentoso, fue capaz de sacudir el planeta entero con un mensaje que
muchos no conocían y otros habíamos olvidado: no somos un producto trágico del
azar sino hijos predilectos de Dios, un Dios que se hizo hombre y murió en un
tiempo sin tiempo, pues ese es el lapso del Dios eterno.
Así, la Madre Teresa encontraba a Jesús agonizante y maltratado en
la escoria humana que llenó sus hogares: niños abandonados, leprosos,
moribundos, prostitutas, ancianos,transexuales... Frente a ellos, sin
juzgarles, se arrodillaba para limpiarlos y acogerlos con el mismo arrobo que
María de Magdala pretendió emplear aquel domingo magno con el cadáver de
Cristo. Las manos anudadas de Teresa de Calcuta se convirtieron en los
perfumados ungüentos que ambicionaron embalsamar la carne muerta de quien ya
había resucitado.
He contemplado esas sandalias en una exposición dedicada a la Beata
Teresa de Calcuta en Madrird, con motivo de la JMJ. Y las he venerado con
vergüenza por todo lo que tengo, por muchas de mis preocupaciones, por mi
ceguera ante las necesidades de los demás, al mismo tiempo que se ha reafirmado
mi fe en que Dios no nos deja solos, pues sólo la intervención divina puede
explicar la expansión de las Misioneras de la Caridad en tan pocos años, su
presencia en todos los agujeros del planeta, el contagio febril de esa «llamada
dentro de la llamada».
Por Miguel Aranguren
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