Enseguida que
sientas en ti alguna tentación, haz como los niños, cuando en el campo ven
algún lobo o algún oso; al instante corren a los brazos de su padre y de su
madre, o, a lo menos, les llaman y les piden auxilio y socorro. Acude de la
misma manera a Dios, reclamando su auxilio y misericordia; es el remedio que
enseña Nuestro Señor: «Orad para no caer en la tentación».
Si ves que la
tentación persevera o aumenta, corre, en espíritu, a abrazar la santa Cruz,
como si vieses delante de ti a Cristo crucificado, protesta que no consentirás
en la tentación, y pídele socorro contra ella y, mientras dure la tentación, no
ceses de afirmar que no quieres consentir.
Pero, cuando hagas
tales protestas y deseches el consentimiento, no mires de frente a la
tentación, sino solamente a Nuestro Señor, porque, si miras la tentación, podrá
hacer vacilar tu valor, sobre todo si es muy violenta.
Distrae tu espíritu
con algunas buenas y laudables ocupaciones, porque estas ocupaciones al entrar
en tu corazón y al establecerse en él, ahuyentarán las tentaciones y
sugestiones malignas.
El gran remedio
contra todas las tentaciones, grandes y pequeñas, es desahogar el corazón y
comunicar a nuestro director todas las sugestiones, sentimientos y afectos que
nos agitan. Fíjate en que la primera condición que el maligno pone al alma que
quiere seducir, es el silencio, como lo hacen los que quieren seducir a las
esposas y a las hijas, que, ante todo, les prohíben comunicar a los maridos y a
los padres sus proposiciones, siendo así que Dios quiere que demos a conocer
enseguida sus inspiraciones a nuestros superiores y directores.
Y si, después de lo
dicho, la tentación se empeña en importunarnos y en perseguirnos, no hemos de
hacer otra cosa sino insistir por nuestra parte, en la protesta de que no
queremos consentir; porque, así como las mujeres no pueden quedar casadas
mientras dicen que no, de la misma manera no puede el alma, aunque muy agitada,
ser jamás vencida si se niega a serlo.
No concedas
beligerancia a tu enemigo, y no le contestes palabra, si no es aquella con que
Nuestro Señor le respondió, y con la cual le confundió: « ¡Vete, Satanás!
Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás». Y así como la mujer casta no
ha de responder una sola palabra al hombre envilecido que le sigue haciéndole
proposiciones deshonestas, sino que, dejándole al punto, ha de inclinar, al
instante, su corazón del lado de su esposo, y ha de renovar el juramento de
fidelidad que le prometió, sin entretenerse en dudar, así el alma devota, al
verse acometida de alguna tentación, no ha de pararse en disputar y en
responder, sino que, sencillamente, ha de volverse hacia el lado de Jesucristo,
su esposo, y prometerle de nuevo que le será fiel, y que sólo quiere ser toda
de Él, por siempre jamás.
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