Para
que no lo imites, copio de una carta este ejemplo de cobardía: “desde luego, le
agradezco mucho que se acuerde de mí, porque necesito muchas oraciones. Pero
también le agradecería que, al suplicarle al Señor que me haga “apóstol”, no se
esfuerce en pedirle que me exija la entrega de mi libertad”. (Surco, 11)
Entiendo
muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona [San
Agustín], que suenan como un maravilloso canto a la libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará
sin ti, porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo,
con la posibilidad -la triste desventura- de alzarnos contra Dios, de
rechazarle -quizá con nuestra conducta- o de exclamar: no queremos que reine sobre nosotros
(...)
¿Quieres
tú pensar -yo también hago mi examen- si mantienes inmutable y firme tu
elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la
santidad, respondes libremente que sí? Volvamos la mirada a nuestro Jesús,
cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No
pretende imponerse. Si quieres
ser perfecto..., dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la
insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit
tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he
llamado el ave triste:
perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios. (Amigos de Dios, 23-24)
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