Los hombres tenemos dos vidas. La vida del cuerpo, y la vida del
alma.
Quizás hasta ahora hemos dado mucha importancia a la primera, y muy poca o ninguna a la segunda.
La vida del cuerpo se cuida con el alimento material cotidiano. En cambio la vida del alma necesita de alimento espiritual, necesita de la oración, la meditación, los sacramentos, la gracia en definitiva.
Estamos vivos en el cuerpo si nuestra alma está unida al cuerpo.
Estamos vivos en el alma si estamos en gracia de Dios, en amistad con el Señor.
En cambio estamos muertos en el alma si vivimos en pecado mortal, si hemos perdido la gracia.
A veces cuidamos tanto la vida del cuerpo, le dedicamos a ella todos los cuidados y lisonjas, hacemos gimnasia, elegimos qué comer y la dieta correcta; pero tenemos que reconocer que para la vida del alma hacemos muy poco. ¡Y sin embargo la vida del alma es la más importante, porque es la que sobrevivirá más allá de la muerte corporal!
Efectivamente si la muerte corporal nos encuentra en pecado mortal, estamos muertos en el alma, y nuestro destino es morir para siempre, la Muerte eterna en el Infierno.
En realidad lo más importante es la vida del alma, como bien lo ha dicho el Señor en el Evangelio, no teman a los que matan el cuerpo, sino más bien teman a los que matan el alma, es decir a los pecados, a los vicios, al mal.
Estamos a tiempo todavía, Dios no nos ha llamado a su tribunal.
Miremos nuestra alma y comprobemos si estamos vivos espiritualmente, si estamos en gracia de Dios. Y si no lo estamos, es tiempo de resucitar con una completa y sincera confesión. Y luego cuidemos y alimentemos esa vida de la gracia, para que nunca más muramos en el alma por el pecado.