Los golpes que nos da la vida, nos hacen
aprender y debemos tratar de no descorazonarnos ante ellos, sino sacar
experiencias y aprender a compadecernos de quienes sufren algo parecido a lo
nuestro, recordando siempre que esta tierra es un valle de lágrimas, como reza
la Salve, y que si a veces estamos felices y todo nos va bien, también es
cierto que de un momento a otro, todos nuestros castillos pueden caer por
tierra.
¿De qué serviría que todo nos fuera bien
y seamos felices en este mundo, si con ello nos olvidamos de Dios, del Cielo, y
no somos capaces de compadecer a los que sufren? Es mejor padecer en este
mundo, para hacernos semejantes a Cristo, que quiso hacerse solidario con
nuestro padecer, y probó en carne propia lo que significa la vida del hombre
sobre la tierra.
Sin dolores no se aprende, porque el
sufrimiento es una escuela grandiosa y el padecimiento es un gran maestro,
siempre y cuando no nos rebelemos contra él.
No tenemos que pedir tanto a Dios que
nos quite la cruz, sino más bien que nos ayude a llevarla bien, porque por la
cruz se va a la luz, y no hay Domingo de Resurrección sin Viernes Santo.
Dios reprende a los que ama. Y tenemos
que rezar mucho para mantenernos en la justa vía, a pesar de los reveses de la
vida, porque sólo se salva quien persevera hasta el fin, quien sigue siendo
bueno a pesar de los sinsabores y sufrimientos que dan el mundo, el demonio y
la carne, y de las desgracias más o menos graves que cada uno debe padecer.
Siempre hacia arriba. Si no podemos
correr, caminemos. Si no podemos caminar, arrastrémonos, pero siempre hacia la
cumbre. Y si ni siquiera podemos arrastrarnos, al menos señalemos con la mano
la cumbre, el Cielo, y muramos así, con el deseo de alcanzarlo. Dios premiará
grandemente esta actitud valiente y heroica.
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