Señor, enséñame a descubrir a un hermano detrás de cada palabra.
Enséñame a descubrir a alguien que se esconde, que posee la misma o más profundidad
que la mía.
Alguien con sus sentimientos y alegrías, con sus tristezas y fracasos, con
sus planes y sus éxitos, con su modo de ser tan personal que yo debo no sólo
reconocer sino también respetar.
Alguien que es él como yo soy yo, y alguien que tiene derecho a seguir
siendo él, como yo tengo derecho a seguir siendo yo.
Incluso alguien a quien no le gusta mostrarse ante los demás, quizá por
timidez, o porque... es que una vez intentó mostrarse así como es y no fue
comprendido; por eso ahora vive retraído. Pero ¿es culpa suya o de aquel que no
supo comprenderlo?
Señor, hazme descubrir detrás de cada rostro, en el fondo de cada
mirada, la presencia de un hermano.
Un hermano que es semejante a mí y semejante a ti y, al mismo tiempo, completamente
distinto a todos los demás.
Señor, quisiera tratarlos a cada uno de la manera como tú trataste a la
samaritana, o a Nicodemo, o a Pedro... es decir, como cada uno desea y debe ser
tratado.
Es que yo debo aceptar a cada uno según su modo de ser, con sus ideas, con
sus virtudes y sus debilidades y, ¿por qué no? con sus rarezas o
excentricidades...¿acaso no tengo yo las mías?
Y de aquellos a los que debo tratar y respetar no debo excluir a mis
superiores, a los que tienen una responsabilidad sobre mi persona, ya sea en la
familia, el trabajo, la comunidad o el país.
En conclusión, debo valorizar a los demás, no sólo por las cualidades
que tienen, por sus talentos, su fortuna, los distintos valores que los
caracterizan, sino porque en ellos hay una gran capacidad de amar, de
entregarse a los demás.
Esa deberá ser mi meta final: hacer que los demás te vean a ti, Señor, y
esforzarme por verte a ti en los demás.
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