Cuando pensamos en el regreso de Cristo y su juicio final, que revelará,
hasta sus últimas consecuencias, lo que cada uno haya hecho o dejado de hacer
durante su vida terrena, percibimos que estamos ante un misterio que nos
supera, que ni siquiera podemos imaginar. Un misterio que despierta casi
instintivamente en nosotros un sentimiento de temor, y quizás incluso
trepidación. Sin embargo, si pensamos con atención acerca de este hecho, sólo
puede agrandar el corazón de un cristiano y ser una gran fuente de consuelo y
confianza.
[...] Si pensamos en el juicio desde la prespectiva de la espera de Jesús, el miedo y la duda desaparecen y dejan espacio a la espera y a una profunda alegría: será el momento en que seremos juzgados finalmente, listos para ser revestidos con la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y llevados al banquete, imagen de la comunión plena y definitiva con Dios.
[...] Si pensamos en el juicio desde la prespectiva de la espera de Jesús, el miedo y la duda desaparecen y dejan espacio a la espera y a una profunda alegría: será el momento en que seremos juzgados finalmente, listos para ser revestidos con la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y llevados al banquete, imagen de la comunión plena y definitiva con Dios.
[...] ¡Qué hermoso saber que en ese momento, además de Cristo,
nuestro Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre, podremos contar con la
intercesión y buena voluntad de tantos de nuestros hermanos y hermanas que nos
han precedido el camino de la fe, que han dado su vida por nosotros y que
continúan amándonos de manera indescriptible!
El que cree en él no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el
unigénito Hijo de Dios "( Jn 3:17-18 ). Esto significa que aquel juicio
final ya está en marcha, que empieza ahora en el curso de nuestra existencia.
Este juicio se pronuncia en cada momento de la vida, como reflejo de
nuestra aceptación con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o con
nuestra incredulidad, con el consiguiente cierre en nosotros mismos. Pero si
nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos condenamos. La
salvación está en abrirse a Jesús, y Él nos salva; si somos pecadores -y
todos lo somos- le pedimos perdón y si vamos a Él con el deseo de ser buenos,
el Señor nos perdona.
Somos nosotros, pues, los que podemos llegar a ser, en cierto sentido,
los jueces de nosotros mismos, auto condenándonos a la exclusión de la comunión
con Dios y con los hermanos. No nos cansemos, por lo tanto de velar por
nuestros pensamientos y nuestras actitudes, para gustar ya ahora con anticipo
la calidez y la belleza del rostro de Dios - y esto va a ser hermoso - lo
contemplaremos en la vida eterna en toda su plenitud.
(Audiencia general, 11 de
diciembre de 2013)
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