No desagrada para nada a Dios que, a veces, se queje suavemente con él. No tema decirle: “¿Por qué te quedas lejos, Señor? (Sal 9,22). Tú sabes que sólo aspiro a tu amor. Por caridad, socórreme, no me abandones”.
Si la desolación se prolonga y su angustia es extrema, una su voz a la de Jesús, Jesús muriendo en la cruz. Dígale, implorando la piedad divina: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Pero aproveche esa prueba. Primero para abajarse más, repitiéndose que no merecemos consuelo cuando hemos ofendido a Dios. Después, para avivar más su confianza, recordando que ya sea lo que haga o permita, Dios sólo tiene en vista su bien y “dispone de todas las cosas para el bien” de su alma (cf. Rom 8,28). Cuanto más la turbación y la falta de coraje lo asalten, más se debe armar de valor y gritar: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1). Sí, Señor, eres tú que me ilumina, eres tú que me salvarás, en ti confío, “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado!” (Sal 30,2).
Establézcase así en la paz, con la certeza que “nadie que confió en el Señor quedó confundido” (Eclo 2,10), no se ha perdido nadie que haya puesto su confianza en Dios.
San Alfonso María de Ligorio (1696-1787)
obispo y doctor de la Iglesia
Conversando con Dios (“Manière de converser avec Dieu”, éd. Le Laurier, 1988), trad. sc©evangelizo.org
obispo y doctor de la Iglesia
Conversando con Dios (“Manière de converser avec Dieu”, éd. Le Laurier, 1988), trad. sc©evangelizo.org
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