«Permite
que me dirija a ti, ¡oh Corazón Divino y adorable de Jesús mi Salvador, abismo
de amor y de misericordia!, y que te pregunte lleno de confusión y de asombro a
la vista de tus gracias y mis ingratitudes, por qué motivo has inventado este
nuevo modo de sacrificarte por mí en la divina Eucaristía.
¿Te parece poco,
Señor, que te hicieran preso, ofrecerte a los azotes, a los dolores, a los
insultos y a la muerte de Cruz? ¿Era preciso, también, que estando ya glorioso
e inmortal te viésemos incesantemente expuesto a los oprobios en el Sacramento
del amor, en que con tanta frecuencia te desprecian, te injurian y ultrajan,
hasta aquellos tendrían que amarte con más ardor? ¿Y será posible que, viéndome
yo a mí mismo en el mismo número de estos miserables ingratos, no muera de
confusión y dolor?
¡Ay Dios mío! Hiere mi corazón y acaba con mi ingratitud:
acuérdate de que tu adorable Corazón, llevando el peso de mis pecados al Huerto
de los Olivos y sobre la Cruz, fue por ellos afligido y gimió ante el
espectáculo de mis miserias. No permitas que tu tristeza, tus dolores, tus
lágrimas, tu sudor y tu sangre se malogren en mí.
Hiere mi corazón de un modo
eficaz, Divino Salvador mío. Por más ingrato y más indigno que sea de vuestro
amor, no por eso has dejado de amarme. Me has amado, aun cuando yo no te amaba
nada, ni tampoco quería que me amases: ahora, pues, que lo deseo, no me niegues
tu amor. Yo te doy mi corazón, mételo en el tuyo.
Que este momento sea el de mi
verdadera conversión y que comience a amarte, para no cesar jamás de hacerlo,
ya que me consagro por completo a tu amor en calidad de esclavo perpetuo. Que
muera yo a mí mismo para no tener más vida, ni más intenciones, que por ti y
para ti.
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