Contra la vida limpia, la pureza santa, se alza una gran
dificultad, a la que todos estamos expuestos: el peligro del aburguesamiento,
en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro –también para los
llamados por Dios al matrimonio– de sentirse solterones, egoístas, personas sin
amor. –Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género.
(Forja, 89)
Con el espíritu de
Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación
gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del
instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del
Señor. Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de
someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de
Amor.
Comparo esta virtud
a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por
todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas
-también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las
nubes- pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras
cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se
insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!,
hasta el sol, a la caza del Amor.
Acabo de señalaros
que me ayuda, para esto, acudir a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor, a
esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se
siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus
limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura!
El no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos
deifica en el cuerpo y en el alma. Responder que sí a su Amor, con un cariño
claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad. (Amigos de Dios, nn. 177-178)
San Josemaría
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