Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque El
mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin
mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos
adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Eph
I, 4–5.). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un
fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente
San Pablo: haec est voluntas
Dei: sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3), ésta es la Voluntad de Dios:
vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del
Maestro, para conquistar esa cima (...).
La meta que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos–
no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos
concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han
encontrado a Jesús que pasa quasi
in occulto (Ioh VII, 10) por las encrucijadas aparentemente más
vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada
día (Cfr. Mt XVI, 24). En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y
desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella
sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y
siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas
crisis mundiales son crisis de santos. (Amigos
de Dios, 2-4)
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