Muchas veces me
piden oración por un difunto, alguien amado profundamente, y la pregunta que
surge espontáneamente es: ¿Cómo se llamaba? ¡Qué tremendo error! La pregunta
correcta es ¿cómo se llama? Por supuesto, nuestro ser amado no ha desaparecido,
sino que ha salido del tiempo para ingresar a la vida eterna, destino del que
ninguno de nosotros podrá evadirse.
Cuando pienso en los
seres amados que yo he perdido, particularmente mi padre, siento que él está
más que nunca escuchándome. Ya sin las limitaciones del mundo, sin la
dificultad de moverme donde él esté, o de lograr hablarle de modo cercano. De
ningún modo, mi papá está más que nunca escuchando todos mis pensamientos, mis
oraciones, mis inseguridades y mis seguridades también.
No hay fórmulas para
hablar con nuestros amados difuntos, porque ellos siempre nos escuchan. Están
en un lugar donde Dios les permite ver más allá de esos dos agujeritos que son
los ojos, a través de los que vieron cuando estaban en el mundo. Hoy ven en la
amplitud de la vida eterna, porque están fuera del tiempo, fuera del lugar,
están en la eternidad. Hay que sentirlos allí, atentos a nosotros, viéndonos en
la perfección que Dios les permite, con los sentidos del alma y ya no los
sentidos que usaron cuando estaban aquí.
Pero también me
ocurre que cuando hablo y rezo con mi madre que aún está viva, y veo en ella
las limitaciones de la vejez y la cercanía de su paso a la eternidad, no dejo
de pensar lo perfecto que va a ser nuestro dialogo y nuestra oración cuando
ella ya no esté conmigo aquí. Y también pienso en lo hermoso que será ese día
en que estemos los tres juntos fuera del tiempo y el lugar, mi padre, mi madre
y yo, unidos en la perfección del Amor de Dios por nosotros.
La presencia sutil
pero real de nuestros amados difuntos se siente en el corazón, en el alma. No
es locura, no es tampoco algo que los demás puedan comprender. Es simplemente
un encuentro secreto que mantenemos muy dentro de nuestro corazón, y que no
debemos dejar apagar porque es la manifestación de la Comunión de los Santos,
la unidad de corazón con quienes ya han transitado de esta vida.
Algunas personas
dirán que esto está mal, que es espiritismo. Error enorme, esto es pura fe en
la vida eterna, en nuestro destino de Reino. Espiritismo es invocar a las
almas, y eso es un pecado muy grave. Nosotros simplemente sentimos su presencia
y les hablamos de corazón, abiertos a que Dios les permita plantar algún
sentimiento, algún signo en nuestro corazón, si es que esa es Su Divina
Voluntad.
Otros dirán que es
un error que va contra la psicología moderna, contra la necesidad del duelo.
¡El duelo es fundamental! Pero de ningún modo duelo equivale a olvidar a
alguien amado, y mucho menos a desconectar el dialogo de alma a alma, de
corazón a corazón. Ese dialogo, cuando bien realizado, sin ser algo enfermizo o
que altere lo normal de nuestra vida, es un acto de sanación que nos permite
seguir viviendo en la esperanza del encuentro definitivo con ese ser amado.
El nombre de un ser
amado no pasa jamás, porque nuestra alma perdura por toda la eternidad,
sin restricciones. Mi padre no era Juan, es Juan. Y así todos nosotros debemos
comprender que nunca dejamos de ser quienes somos, y mucho menos al pasar a la
eternidad. Así, el nombre de un ser amado no era, es. Ese ser amado está hoy
más presente que nunca, más atento que nunca, abierto y despierto en todo
momento a nuestras oraciones, porque las almas pueden responder a nuestras
oraciones intercediendo ante Dios por nuestras necesidades. Nuestro dialogo y
suplicas llegan así directo al Corazón de Dios a través de la intercesión de
los santos y los ángeles, y de María en modo particularmente efectivo.
Madre mía, Reina del
Cielo y de la Tierra, hoy cierro los ojos y siento claramente la esperanza del
encuentro con mi ser amado, y allí se desvanecen las limitaciones del tiempo y
del espacio, para poder así unirme en un abrazo que es anticipo de la promesa
que nos espera, a ambos. Sin miedos, sin desesperanza, sin separarnos más, por
siempre y para siempre.
Reina del Cielo
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