La esperanza
cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano,
la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento
último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que
hemos renacido y en el que ya vivimos. Y es espera de alguien que está por
llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día,
y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.
La Iglesia tiene entonces la tarea de
mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que
pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a
toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro
misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, esto es
entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a
su esposo! Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos
testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza?
¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y
en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el
peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de
agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, Madre
de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una
actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo
y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.
Y no se olviden: jamás olvidar que así
estaremos siempre con el Señor. ¿Lo repetimos otras tres veces? Y así,
estaremos siempre con el Señor, y así, estaremos siempre con el Señor, y así,
estaremos siempre con el Señor. ¡Gracias. (Audiencia general, 15 de octubre de
2014)
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