Cualquiera sea la injuria que reciba, el monje guardará la paz, no sólo sobre los labios, sino en el fondo de su corazón. Si se siente apenas turbado, que se contenga en un silencio absoluto y siga exactamente lo que dice el salmista: “Tú no me dejas conciliar el sueño, estoy turbado, y no puedo hablar” (Sal 77,5); “Yo pensé: «Voy a vigilar mi proceder para no excederme con la lengua; le pondré una mordaza a mi boca, mientras tenga delante al malvado». Entonces me encerré en el silencio, callé, pero no me fue bien: el dolor se me hacía insoportable…” (Sal 39,2-3).
No tiene que detenerse a considerar el presente. Sus labios no deben proferir lo que le sugiere la cólera o lo que le dicta su corazón exasperado. Más bien, que repase en su espíritu la gracia de la caridad anterior o que vuelva su mirada hacia el avenir para ver, en espíritu, la paz a nuevamente. Que se esfuerce a contemplarla en el momento que se sienta emocionado, con el pensamiento que ella va a volver sin demora.
Mientras se reserve para la suavidad de la concordia cercana, no sentirá la amargura de la querella presente. Dará de preferencia la respuesta de la que no tendrá que acusarse a sí mismo ni a ser reprendido por su hermano cuando la amistad se restablezca. De esta forma cumplirá la palabra del profeta: “En la conmoción, acuérdate de tener piedad” (Hab 3,2).
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
De la amistad, Conferencias (SC 54, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad.sc©evangelizo.org
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