La Virgen María nos enseña a mirar y nos anima con su mirada. Ella nos indica lo que no es visible a los ojos; lo que está más allá de la superficie; lo que no resulta evidente, ni palpable, ni tangible; lo que descubrimos en la raíz de las personas, de los acontecimientos y de todas las cosas.
Los ojos de la Virgen María siempre están atentos y centrados en su Hijo. Desde la Anunciación hasta Pentecostés, desde la pobreza de Belén al sufrimiento de la cruz. En todas las circunstancias y en todos los momentos, Ella supo contemplar en silencio, actuar con amor y delicadeza, creer con firmeza y esperar confiadamente. Por eso, vemos a la Virgen María como imagen y modelo de la Iglesia.
La Virgen María nos enseña a ver con admiración el designio de Dios, a reconocer la fidelidad de Dios a sus promesas y a apreciar la fuerza que viene de Él. De ella aprendemos a vivir con alegría y a distinguirnos por un comportamiento fiel y al mismo tiempo libre. Con la fidelidad que procede del amor y con la libertad que garantiza el Espíritu Santo.
La Virgen María nos mira con ternura, con misericordia, con amor de madre. Experimentamos su mirada y no nos sentimos aislados, ni separados, ni ignorados, sino miembros de una única familia congregada por su Hijo.
¡Aprendemos a mirar a todos los demás con amor, sabiendo que somos amados, y que sentimos el impulso de amar no solamente con palabras, sino con las obras de cada día!
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