Quien muere deja una luz y alcanza otra.
He tenido que acompañar en la hora de la muerte a parte de mi familia y varios amigos, conocidos y no conocidos. Teresa de Lisieux poco antes de morir decía: “No muero, entro en la vida”.
Creer en Jesús es encontrarse con la persona que es el camino, la verdad y la vida. Cuando uno ha empezado a vivir la vida de Jesucristo, uno está convencido de que esa vida no puede terminar nunca. Es una vida que brota del amor de Dios y el amor no muere. “Amar a alguien significa decirle: para mí tú no morirás nunca” (G. Marcel). Eso es lo que Dios y Jesús me susurran al oído cada vez que renuevo mi fe en ellos. Nuestro Dios es el Dios de la vida en el que tenemos vida eterna, vida que no termina (Juan 6,37-40).
Cuando se está convencido de que “la vida no termina sino que se transforma”, como dice el prefacio de difuntos, uno no tiene miedo a dejar la vida. Puede incluso entregarla libremente como Cristo. Darla incluso a favor de sus enemigos (Rm 5,5-11). Es ese gesto de amor el que nos da la certeza de que nuestra esperanza no nos engaña. Nuestra esperanza no es sólo para un más allá, sino que nos da ya un anticipo de la verdadera vida, que es amor. Cuando amamos estamos venciendo a la muerte y experimentando que la muerte no puede nada contra el que ama.
Incluso el mismo Job que se pasa la vida debatiéndose con Dios, experimentando ya la muerte en vida, eleva su protesta porque está convencido de que su estado de miseria no puede ser la última palabra de Dios sobre él. Si así fuera sería un Dios irreconocible. Por eso desde su postración hace una profesión de fe en la vida con Dios (Job 19,1.23-27). “Sé que mi redentor está vivo”. Pues mientras hay vida hay esperanza. Si mi redentor está vivo, no dejará que yo me hunda en la muerte. El redentor es la persona de la familia que tiene que responder por ella, que tiene que salvarla y liberarla. Cristo nuestro Redentor ha respondido por todos nosotros. Ha respondido con su vida. Por eso nosotros podemos vivir con esperanza. Nuestra vida ha sido ya rescatada de la tumba.
Al celebrar la eucaristía, memorial de la salvación, celebremos esa salvación en la que ya han entrado nuestros seres queridos difuntos. La oración nos permite relacionarnos con ellos y descubrirlos vivos y actuantes. Ahora, aunque no los veamos, están mucho más presentes que cuando vivían pues no tienen las limitaciones del tiempo, del espacio, del cuerpo. Ahora con Cristo son una presencia pura que irrumpe en nuestra existencia y transforma nuestra soledad y nuestra tristeza. Que ellos intercedan ante el Señor para que un día nos reunamos todos en la casa del Padre.
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