El Señor oró por sus discípulos reunidos en torno a Él...
En la plegaria por los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha visto
también a nosotros y ha rezado por nosotros. Escuchemos lo que pide para
los Doce y para los que estamos aquí reunidos:
"Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me
enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro
yo, para que también se consagren ellos en la verdad" (17,17ss)
El Señor pide nuestra santificación, la santificación en la verdad. Y
nos envía para continuar su misma misión.
Éste es el acto sacerdotal en el que Jesús, el hombre Jesús, que es una
cosa sola con el Hijo de Dios, se entrega al Padre por nosotros. Es la
expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima.
"Me consagro, me sacrifico": esta palabra abismal, que nos
permite asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y otra
vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el misterio de
nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de
la Iglesia.
Consagrados en la Verdad, en la Palabra de Dios, para poder desarrollar
el servicio sacerdotal
- ¿Cómo están las cosas en nuestra vida?
- ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios?
- ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo?
- ¿La conocemos verdaderamente?
- ¿La amamos?
- ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace?
- ¿Acaso no son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos?
- ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy?
- ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la palabra de Dios?
Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también significa
para nosotros aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto en
las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira que hay en el mundo en
tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad, porque su alegría más
profunda está presente en nosotros.
Cuando hablamos del ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de
olvidar que, en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa. Estar inmersos en
Él significa ahondar en su bondad, en el amor verdadero.
El amor verdadero no cuesta poco, puede ser también muy
exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al
hombre.
Si nos hacemos uno con Cristo, aprendemos a reconocerlo precisamente en
los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos
en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos
encuentran a Él mismo. (09 de abril de 2009)
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