La tradición
cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en
un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve
a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los
movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace
nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de
Dios: es –como dice el himno litúrgico– dador de las gracias, luz de los
corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin
su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es El quien
lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien
endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la
salvación y del gozo eterno (De la secuencia Veni Sancte Spiritus, de la misa
de Pentecostés).
(Es Cristo que Pasa,
nn. 127-130)
Josemaria Escrivá
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