No se
comprende cómo hay personas que no tengan ojos para verla.
Una vida
plena de sentido, orientada hacia un ideal, animada a cada instante por una
meta que uno se ha propuesto.
Una vida en
la que todo tiene sentido porque todo tiene una finalidad concreta y precisa.
Una vida
que se ve iluminada por una luz estelar que sirve para no perder la ruta y
sentir la seguridad de saber que se va por el buen camino.
Es hermoso
saber que se va adelantando en esa ruta, dejando detrás de sí semillas de
bondad y de amor que un día germinarán, brotarán y se expresarán en frutos de
vida.
Es hermoso
constatar que uno está ocupando un lugar en la vida y desempeñando una función
que, pese a ser personal, tiene una proyección comunitaria para la humanidad;
al menos para aquella parte de la humanidad que tiene contacto personal
conmigo.
Y saber
que, gracias a mí, la humanidad es un poquito mejor, siente un poco más de
alegría, de optimismo, de amor, de ansias de vivir y, sobre todo, de vivir
bien.
Pero
también es importante saber que, además de vivir bien, es preciso que nos orientemos a vivir el bien.
Aunque es
verdad que si todo esto es hermoso porque esa vida tiene un ideal que ennoblece
y dignifica, debe ser extremadamente desolador el comprobar que no hemos hecho
nada de positivo, que no dejamos nada detrás de nosotros.
¡Qué triste
debe ser una vida gris, sin ideales que eleven, sin ansias que impulsen, sin
siembra de semillas que luego nos perpetúen!
Piensa si
hace falta que pongas en tu vida una gotita de Dios en cada uno de tus actos.
Yo te
aseguro que, si pones esa gota de Dios en cada cosa que haces, tu vida será
plena, saturada de luz, te sentirás feliz y contagiarás felicidad.
Así,
cambiarás el mundo.
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