De veras es diferente odiar la mancha de los vicios y de la carne -porque se gusta el bien que está presente- a frenar las concupiscencias ilícitas en vista de la recompensa futura. Es distinto el temer un daño presente y el atemorizarse por los tormentos a venir. Es una perfección mucho más grande no querer alejarse del bien por amor al bien mismo, que no consentir al mal por miedo de sufrir otro mal.
En el primer caso el bien es voluntario, en el segundo caso parece forzado, como arrancado con lucha contra una resistencia, por temor al suplicio o por apetito a la recompensa. En consecuencia, el que renuncia a las seducciones del vicio sólo por miedo, en cuanto desaparece el temor retorna al objeto de sus deseos. No tiene estabilidad en el bien. No tiene tampoco reposo en cuanto a la tentación porque no posee la paz sólida constante, otorgada por la castidad. Dónde reina el tumulto de la guerra, es imposible escapar al riesgo de ser herido. (…)
Al contrario, el que ha superado los asaltos del vicio y goza desde entonces de la seguridad de la paz, está transformado en amor a la misma virtud. Permanecerá constante en el bien al que pertenece enteramente, ya que no existe a sus ojos más sensible daño que atente a la castidad de su alma. La pureza que tiene en el presente es su más querido y precioso tesoro. El castigo más grave sería ver perniciosamente robadas las virtudes o probar la mancha envenenada del vicio.
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
De la perfección, VII (SC 54, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad.sc©evangelizo.org
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