Desde el momento en el que Dios abrió, a los mortales, las puertas del Cielo, miles de almas suspiraron (y lo siguen haciendo) porque llegara el día de ese encuentro.
Pero hubo un tiempo en el que alcanzar ese premio se convirtió en tan alta cota, que parecía reservada para almas selectas, contadas, muy pocas, y el Cielo se convirtió en un sueño idílico, fruto de leyendas, reducto exclusivo de quien se apartara de esta vida.
Pero no, el Cielo fue una llamada universal y sus puertas se abrieron a toda alma que estuviera dispuesta a conquistarlo.
Por eso, hoy, mi alma se llena de agradecimiento a san Josemaría, ese hijo de Dios que se resistió a que esos caminos divinos fueran tan estrechos. Por ello, tal día como hoy, 2 de octubre, Dios le reveló las infinitas posibilidades de alcanzar el Cielo, tantas como nobles profesiones o quehaceres diarios existieran. Solo era necesario poner en ellas el alma y el corazón, fundirlas con el Cielo y trabajar en la tierra mirando a Dios.
Y mientras toda esta revelación divina estaba naciendo en el alma de este sacerdote, los repiques de campanas de una cercana iglesia eran el mundano eco que le daba un toque divino a esa revelación.
Al fin y al cabo, eso es el Opus Dei, esa Obra de Dios que nació tal día como hoy: hacer de la vida normal y corriente un regalo a los ojos de Dios sabiendo que somos sus hijos y todo le debemos.
Sí, no puedo sino estar eternamente agradecido a este santo, a este día, a mi Dios, por ensanchar los caminos de la tierra y hacernos más cercano el Cielo.
Madrid, España
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