No basta reflexionar sobre el lado negativo del apóstol, sobre su falsa imagen; es preciso y más constructivo clavar la vista en su lado positivo, es decir, no estudiar tanto qué no es el apóstol, sino más bien qué es ser apóstol.
Ser apóstol es antes que nada una exigencia del dinamismo de la fe; es tener la misión de hacer que el amor de Dios penetre en lo cotidiano del mundo; es sentir que Dios me empuja a meterme entre la gente, para preocuparme de sus problemas; ser apóstol es rezar como aquella niña: "Señor, haz que los malos sean buenos, y que los buenos sean simpáticos".
Ser apóstol no es tanto hablar de Dios cuanto vivir a Dios y trasmitirlo a cuantos nos rodean; ser apóstol es tener un corazón tan rebosante de amor, que no tenga más remedio que comunicarlo a su alrededor. Ser apóstol es llevar siempre una sonrisa en los labios, una palabra a punta de lengua, una mano siempre tendida, un bolsillo sin cerrar, un corazón cargado de comprensión y de amor.
Cristo está ya cansado de apóstoles que hablen de El, y anhela, en cambio, que lo vivan. "Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt, 28, 19-20).
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