“Su figura y conducta era así: respetable en todo, hablaba poco,
obedecía con prontitud, era afable y muy modesta con los varones, seria y
sosegada, fervorosa en la oración, reverente, cortés y respetuosa con los
hombres, de tal manera que todos admiraban su inteligencia y sus palabras.
Era de mediana estatura, pero algunos dicen que de algo más que
mediana. Era de color trigueño, de cabellos rubios, de ojos claros y mirada
suave, con cejas oscuras y nariz fina y proporcionada.
Era también fina en sus manos y dedos, rostro alargado, llena de lozanía y de gracia divina. Sin ningún orgullo, opuesta a la fastuosidad y a la molicie. Poseía una extraordinaria humildad y, por eso, Dios puso en Ella sus ojos, como dijo Ella misma glorificando al Señor. Prefería llevar vestidos sin teñir, como lo atestigua su sagrado velo.
Hilaba lana, de la que se destinaba para el templo del Señor, en el
que Ella se sustentaba, siendo constante en las plegarias, la lectura, el
ayuno., el trabajo manual y todas las virtudes, de modo que María, realmente
santa, vino a ser maestra de muchas mujeres, por su estado de vida y variedad
de labores.
Era la más consumada expresión de la divina gracia en consorcio con
la belleza humana; todos los Santos Padres confiesan a porfía y unánimes esta
tan admirable hermosura de la Virgen. Pero el encanto de la belleza de la
Virgen no era debido al cúmulo de perfecciones naturales: emanaba de otra
fuente superior.
Esto lo comprendió bien San Ambrosio, cuando dijo que tan atractivo
exterior no constituía sino una gracia, a través de la cual se transparentaban
todas las virtudes de su interior; y que su alma - la más noble, la más pura
que jamás existió, después de la de Jesucristo- se revelaba enteramente en su
mirada. La hermosura natural de María era solo un lejano reflejo de sus
bellezas espirituales e imperecederas.
Entre todas las mujeres era la más bella, porque era la más casta y
la más santa. En todos los modales de la Virgen reinaba la más encantadora
modestia; era buena, afable, compasiva, y nunca mostraba enfado alguno contra
los afligidos, al oír sus largas quejas. Hablaba poco, siempre al caso, y nunca
mancilló sus labios con la mentira. Su voz era dulce y penetrante; y sus
palabras tenían un no sé qué de bondad y consuelo, que infundían paz en las
almas.
Siempre la primera en velar, la más exacta en el cumplimiento de la
ley divina, la más humilde; en fin, la más perfecta en todas las virtudes. Ni
una sola vez se la vio airada; nunca ofendió, ni causó pena, ni reprochó a
nadie. Era enemiga de toda ostentación, sencilla en su vestir, sencilla en sus
modales.
Ni por asomo le vino el deseo de exhibir su hermosura ni su antiguo
y noble abolengo, ni los tesoros que enriquecían su mente y su corazón. Su
misma presencia parecía santificar a cuantos la rodeaban, y su sola vista
bastaba para desterrar todo pensamiento terreno.
Su cortesía no era simple fórmula compuesta de palabras vanas, era
expresión de la universal benevolencia que brotaba de su alma. En fin, todo en
Ella reflejaba a la Madre de Misericordia".
San Epifanio de Chipre (315-403), Obispo, nos ha dejado un
espléndido retrato de la Virgen María que recogió de la tradición.
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