Hijo, si emprendes en serio el camino de Dios, prepara tu alma para
las pruebas que vendrán; siéntate pacientemente ante el umbral de su puerta, aceptando
con paz los silencios, ausencias y tardanzas a las que Él quiera someterte,
porque es en el crisol del fuego donde se purifica el oro.
Señor Jesús, desde que pasaste por este mundo teniendo la paciencia
como vestidura y distintivo, es ella la reina de las virtudes y la perla más
preciosa de tu corona.
Dame la gracia de aceptar con paz la esencial gratuidad de Dios, el
camino desconcertante de la Gracia y las emergencias imprevisibles de la
naturaleza.
Acepto con paz la marcha lenta y zigzagueante de la oración y el
hecho de que el camino para la santidad sea tan largo y difícil.
Acepto con paz las contrariedades de la vida y las incomprensiones
de mis hermanos, las enfermedades y la misma muerte, y la ley de la
insignificancia humana, es decir, que, después de mi muerte, todo seguirá igual
como si nada hubiese sucedido.
Acepto con paz, el hecho de querer tanto y poder tan poco, y que,
con grandes esfuerzos, he de conseguir pequeños resultados.
Acepto con paz la ley del pecado, esto es: hago lo que no quiero y
dejo de hacer aquello que me gustaría hacer.
Dejo con paz en tus manos lo que debiera haber sido y no fui, lo
que debiera haber hecho y no lo hice.
Acepto con paz toda impotencia humana que me circunda y me limita.
Acepto con paz las leyes de la precariedad y de la transitoriedad,
la ley de la mediocridad y del fracaso, la ley de la soledad y de la muerte.
A cambio de toda esta entrega, dame la Paz, Señor.
Padre Ignacio Larrañaga
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