¡Él es el
Resucitado!".
El Rosario ha expresado
siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de
la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su
Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo
las razones de la propia fe (cf.1 Co 15, 14), y revive la
alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó –los Apóstoles,
la Magdalena, los discípulos de Emaús–, sino también el gozo de María,
que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado.
A esta gloria, que con la
Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con
la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino
reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada
de gloria –como aparece en el último misterio glorioso–, María resplandece como
Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la
condición escatológica del Iglesia.
En el centro de este
itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer
misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia
reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta
para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros
misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez
más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo
gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo, los
misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta
escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de
Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un
testimonio valiente de aquel«gozoso anuncio» que da sentido a toda
su vida.
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