El velo del silencio reinante entre sus ojos y la vela la invitaba a que saliera a la luz el examen de su vida, con sus logros y miserias, al amparo de esa tibia llama, al refugio de esa penumbra en la que el corazón se sentía a solas y, confiado, revelaba su existencia sin las vendas de la vergüenza.
Su rostro sentía ese agradable y suave calor, el cual avivaba esas ascuas, esos rescoldos que, ocultos en el alma, se negaban a ver la luz.
Todo era intimidad, armonía, serenidad, quietud, era ese instante, ese lugar en el que bastaba cerrar los ojos para ver la grandeza y la miseria de la vida, de nuestra vida.
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