Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que lo sea a costa de nuestros brazos, que lo sea con el sudor de nuestros rostros. Pues muy a menudo tantos actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia y otras acepciones parecidas y prácticas interiores de un corazón tierno, bien que muy buenas y deseables, son sin embargo muy sospechosas cuando no contemplan en absoluto la práctica del amor efectivo. «En esto dice nuestro Señor, mi Padre es glorificado que aportéis mucho fruto» (Jn 15,8).
Y es a esto a lo que debemos prestar atención; pues hay varios que, por tener el exterior bien formado y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se paran en ello; y cuando reparan en el hecho y se encuentran en la ocasión de actuar, viven corto. Se jactan de su imaginación calenturienta; se contentan de lo dulces encuentros que tienen con Dios en la oración; hablan con él incluso como ángeles; pero, al salir de ahí es cuestión de trabajar para Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar la oveja perdida, de amar a quien le falta algo, aceptar las enfermedades o alguna otra desgracia, ¡por desgracia! ya no queda nadie, les falta el valor. No, no, no nos confundamos: toda nuestra tarea consiste en pasar a la acción.
San Vicente de Paúl (1581-1660)
presbítero, fundador de la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad
Ejercicios espirituales a los Misioneros, ed. 1960, p. 905-907
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