Por mis manos, Señor, que hicieron lo que no debían, tus manos han sido traspasadas por clavos, y tus pies para mis pies. Para sanar mi ceguera, tus ojos se durmieron en la muerte, y tus oídos por mis oídos. La lanza del soldado abrió tu costado, para que, por tu herida, fluyan todas las impurezas de mi corazón tanto tiempo encendido y roído por la enfermedad. Para terminar, moriste para que yo viva; fuiste sepultado con el fin de que yo resucite. Tal es el beso de tu dulzura, dado a tu Esposa; este es el abrazo de tu amor... Este beso, el ladrón lo recibió sobre la cruz después de su confesión; Pedro lo recibió cuando su Señor le miró mientras que le negaba, y salió para llorar. Muchos de los que te crucificaron, se convirtieron a ti después de tu Pasión, e hicieron alianza contigo en este beso…; cuando abrazaste a los publicanos y pecadores, te hiciste su amigo y su convidado...
Señor, ¿a dónde llevas a aquellos que tú abrazas y estrechas entre tus brazos sino hasta tu corazón? Tu corazón, Jesús, es aquel dulce maná de tu divinidad, que guardas en tu interior en el vaso de oro de tu alma que sobrepasa todo conocimiento. (cf Hb 9,4) Felices aquellos que son llevados hasta allí por tu abrazo. Felices aquellos que, sumergidos en estas profundidades, han sido escondidos por ti en el secreto de tu corazón, aquellos que tú llevas sobre tus hombros, al amparo de las turbaciones de esta vida. (Sal 30,21) Felices aquellos cuya única esperanza es la dulzura y la protección bajo tus alas. (Lc 13,35; Sal 90,4)
La fuerza de tus hombros protege a aquellos que tú escondes en tu corazón. Ahí pueden descansar tranquilamente. Una dulce expectación los alegra en el aprisco amurallado (Sal 67,14) de una conciencia pura y de la espera de recompensa que tú has prometido. Su debilidad no los inquieta, ni cosa alguna los turba.
(Referencias bíblicas : Jn 19, 34 ; Lc 23, 42; 22,61; Hch. 2,41; Mt 9,10; He 9,4; Sal. 30,21; 90,4; Lc 13,34; Sal. 67,14)
Guillermo de San Teodorico (c. 1085-1148)
monje benedictino y después cisterciense
Oraciones para meditar, 8,6; SC 324 evangelizo.org
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