“Yo, el amor vivo, el que habla, tomo posesión de los corazones de carne; tomo posesión de ellos introduciendo en ellos el corazón de mi Padre, en el que estoy por la fuerza del Espíritu que brota en cada momento de la vida. Así, los tres venimos a habitar el alma que desposo. Es la Trinidad divina quien toma posesión del alma y hace de ella su morada. Esta irrupción de la Trinidad divina en el alma es el misterio insondable de Pentecostés”.
Este misterio se da junto a María, en presencia de María y con María. Esta morada de la Trinidad divina en ella, María la comunicará a los Apóstoles y, por medio de ellos, a todas las almas que quieran seguir a Cristo. Todo lo que sucedió el día de la Ascensión, María lo guardó en su corazón. Instruida por el ejemplo de su Hijo, María comprendió cuál era la voluntad del Padre para ella: “hágase tu voluntad”. El fiat de la Anunciación, el fiat de la cruz llevaron a María al fiat de la Ascensión. Jesús ha desaparecido ante sus ojos de carne y es un misterio de separación el que debe vivir, un desapego más puro y más perfecto que cualquiera que haya experimentado hasta ese momento. María no duda ni un momento. Así la vemos apresurarse de nuevo para reunir a los Apóstoles.
Tales eventos desconcertantes podrían haberlos dispersado una vez más. Pero María es la que contempla. Ella ve más allá de las apariencias. Ella es la que cree, la que espera, la que ama. Ella es la que une a las personas. Solo ella podrá decir a los Apóstoles cómo vivir desde la presencia viva de Jesús, a través de la aparente separación de la Ascensión. Solo ella podrá llevarlos a entrar en la contemplación, solo ella podrá enseñarles a poner en práctica todo lo que han visto y oído.
Marie-Benoîte Angot, extracto de Adorer avec Marie (“Adorar con María”), Editorial Sarment-Jubilé, pág. 80.
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