En Reischersperg vivía Arnoldo, canónigo regular muy devoto de la santísima Virgen. Estando para morir recibió los santos sacramentos y rogó a los religiosos que no le abandonasen en aquel trance.
Apenas había dicho esto, a la vista de todos comenzó a temblar, se turbó su mirada y se cubrió de frío sudor,
comenzando a decir con voz entrecortada: “¿No veis esos demonios que me quieren arrastrar a los infiernos?”
Y después gritó: “Hermanos, invocad para mí la
ayuda de María; en ella confío que me dará la victoria”.
Al oír esto empezaron a rezar las letanías de la Virgen, al decir: Santa María, ruega por él, dijo el moribundo:
“Repetid, repetid el nombre de María, que siento como si estuviera ante el tribunal de Dios”.
Calló un breve tiempo y luego exclamó:
“Es cierto que lo hice, pero luego
también hice penitencia”.
Y volviéndose a la Virgen le suplicó: “Oh María, yo me
salvaré si tú me ayudas”.
Enseguida los demonios le dieron un nuevo asalto, pero él se defendía haciendo la señal de la cruz con un crucifijo e invocando a María. Así pasó toda aquella noche.
Por fin, llegada la mañana, ya del todo sereno, Arnoldo exclamó:
“María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el perdón y la salvación”. Y mirando a la Virgen que le invitaba a seguirlo, le dijo: “Ya voy, Señora, ya voy”.
Y haciendo un esfuerzo para incorporarse, no pudiendo seguirla con el cuerpo, suspirando dulcemente la siguió con el alma, como esperamos a la gloria bienaventurada.
(Las Glorias de María, san Alfonso Mª de Ligorio)
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